En los géneros y encajes del vestido de novia anida la generosidad de empezar un camino compartido que durará toda la vida. Un pacto de amor que no promete un camino llano y sin dificultades, pero sí una aventura a la que si nos animamos rozará con la felicidad plena. A continuación, la historia de un matrimonio que dio la vuelta al mundo sin perder los valores esenciales de la familia.

Texto: María Ducós – Fotos: Silvina Woodgate

Nueve hijos, cuarenta nietos y tres bisnietos. Ése es el fruto de sesenta años de matrimonio que están por cumplir Caty y Arturo, o Mamama y Tatita, como les decimos nosotros, sus nietos. Ella del campo, él de la ciudad. Ella andaba a caballo y hacía casitas en los árboles, y él recorría el país de regimiento en regimiento, y llegó a vivir una temporada en la Alemania de Hitler antes de la Segunda Guerra Mundial por ser hijo de militar. Sus infancias fueron bien distintas, pero la juventud los encontró.

EL VIAJE DECISIVO A LA GRAN CIUDAD

Con el pretexto de visitar médicos y dentistas, Caty se subía a un tren de la vieja línea del Ferrocarril del Sur junto a su madre y a su hermana melliza para recorrer los 400 kilómetros que unían la estación de Pirovano con Buenos Aires. Se instalaban en lo de las Ordoñez, sus primas de Bella Vista. Por esos tiempos, los bailes eran los lugares donde las damas eran presentadas en la sociedad porteña. En un encuentro organizado en lo de Guernico, conoció a Arturo, un chico empapado de los avatares de la metrópoli de la época y con una carrera diplomática a punto de comenzar.

Las cartas fueron las grandes protagonistas de su corto noviazgo. Como Arturo estaba recién nombrado para ejercer su cargo en Madrid y volver para casarse era un incordio, además de que debía hacer buena letra, decidieron que Caty se casara por civil en Buenos Aires con su suegro como reemplazo. Un 11 de junio, en una ciudad agitada, con revoluciones de por medio y ametralladoras por las calles, dieron el sí ante la ley con la promesa de formar una familia numerosa. Ese día recibió el primer regalo de casamiento: una llamada transatlántica llena de emoción.

PRÓXIMO DESTINO, JUNTOS

España llegó después de un sinnúmero de escalas y un agotamiento tremendo por haber volado casi cincuenta horas. Pero Caty estaba feliz. Con la ayuda de las azafatas se cambió dentro del avión para combatir el desfase de estación. Madrid ardía en pleno agosto. Abajo, en tierra y listo para recibir a su reciente esposa la esperaba Arturo con algunos representantes diplomáticos. Uno de ellos, que era conocido de su padre por haber sido agregado militar de la embajada española en Buenos Aires, sería su padrino de casamiento.

Una fortaleza de ladrillo a la vista y techo de tejas. Así se presentaba el convento en Ágreda donde fue la celebración del matrimonio. En esta ciudad amurallada, el 5 de agosto se casaron frente a una imagen de la Virgen del Coro, por la que tenían especial devoción. Las monjas Concepcionistas Descalzas, a las que el padre de Caty ayudaba con limosnas hacía algún tiempo, fueron testigos y anfitrionas de lujo que se ocuparon de homenajear a los novios con un banquete exquisito de siete platos según dictaba la tradición.

En Madrid llegaron los dos primeros hijos y las primeras responsabilidades. Arturo era segundo secretario y muchas veces, sobre todo al comienzo porque los sueldos eran bajísimos, sintieron que les faltaban cosas, que había que prescindir de otras tantas, pero no tuvieron miedo. Eran dos jóvenes con la ilusión intacta.

Pronto fueron descubriendo los conflictos particulares de cada país que visitaban. La guerrilla en Perú o la revolución de Tiananmen en China hicieron tambalear la seguridad de la familia y más de una vez sintieron desprotección, angustia y abandono. Pero el amparo, de alguna manera, llegaba. “Hemos tenido una fe muy grande y siempre nos han ayudado, a veces con un poco de humor porque nos daban la mano en el último minuto”, se ríe Arturo recordando aquellos momentos en los que confiar en la Providencia era su única esperanza.

MUDANZAS CON PIEL DE GALLINA

En la vida de un diplomático, el traslado de un país a otro es inevitable y la adaptabilidad es lo primero que se pone a prueba. Los grupos sociales cambiaban y, si bien conocer gente nueva continuamente los enriquecía muchísimo, las bases sólidas debían sostenerse aun en esos ambientes donde no siempre la educación era compatible con la propia.

Las ciudades fueron muchas: Pekín, Washington, Asunción. Pero desde el día en que se casaron, Caty y Arturo se prometieron preservar la unidad familiar donde estuviesen. Hacer las valijas y dejar amigos entrañables atrás fue desgastante, pero el sostén estaba en mantenerse juntos, seguir inculcando valores en las situaciones diarias como el orden en la mesa, la responsabilidad del colegio de cada uno, el respeto hacia los mayores, la paciencia cuando no había suficiente plata, y la fe, aquel don en el que tanto se apalancaban.

En muchos países, como los centroamericanos, educar fue mucho más fácil que en otros donde las virtudes estaban pasadas de moda. En Honduras, por ejemplo, la familia siempre fue la alternativa para edificar mujeres y hombres íntegros, auténticos, sin máscaras. Además de su proximidad cultural, la gente es muy cálida y contagia ese clima de familia que tanto se necesita cuando uno está lejos de casa.

TRABAJO DEL DÍA A DÍA

Esta historia es testimonio de que un matrimonio de tantos años no es una utopía ni algo irrealizable que pasa solamente en los cuentos de princesas. Tampoco se mantiene sin esfuerzo y sacrificio. El matrimonio es posible si ambos ceden, si proyectan juntos y si se enamoran todos los días de la misma persona.

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