El 12 de enero se confirmó que José Gabriel del Rosario Brochero, nuestro “cura gaucho”cordobés, será santo. En Villa Brochero, donde ejerció su ministerio y descansan sus restos, las campanas sonaron con fuerza y alegría al conocerse la noticia. Un recorrido por su vida.
Textos y fotos: María Mullen
Los perros comenzaron a ladrar. Una mula bajaba del cerro acercándose al rancho. El cura que la montaba, de sotana y sombrero y unos treinta y cinco años, saludó con decisión: “¡Ave María Purísima!”. Las cabras se apartaron apuradas hacia una sombra y la respuesta no tardó en asomarse por una puerta. Una madre con las manos todavía tibias de haber amasado pan respondió: “¡Sin pecado concebida!”. El cura sonrió y con entusiasmo agregó: “¡Vengo a traerles música!”. Así se presentaba sonriente y cercano José Gabriel del Rosario Brochero al visitar una familia. Nacido el 16 de marzo de 1840 en Villa Santa Rosa, fue el cuarto de diez hermanos de una familia con profunda fe católica. Tras una infancia en la que admiró mucho al párroco de su pueblo, a los veintiséis años fue ordenado sacerdote en la Ciudad de Córdoba.
Se había instalado en esos desolados pagos de Villa del Tránsito -hoy Villa Brochero, en el Valle de Traslasierra – luego de unos agitados primeros años como sacerdote en Córdoba. Ya desde el seminario no le faltaron pruebas para su fe. Eran tiempos tensos en lo político y en una oportunidad, cuando se desató la batalla de Las Playas, le pidieron que acompañara a oficiar sacramentos. La batalla terminó en masacre y el joven Brochero caminó durante días entre cadáveres y heridos de ambos bandos, tratando de mantenerse en pie a pesar del horror. Una y otra vez repetía “Dales, Señor, el descanso eterno; dales, Señor, el descanso eterno”. Al poco tiempo, una epidemia de cólera azotó a la ciudad dejando dos mil muertos. Mientras que todos huían por temor al contagio, Brochero auxilió a enfermos y moribundos, y acompañó a sus familias. Ambos episodios esculpieron, con la fuerza del dolor, el alma y el carácter de José Gabriel. Fruto del seminario, Brochero también cultivó una significativa amistad que duró toda su vida y marcó su interés por la política: la de Miguel Juárez Celman, posteriormente Presidente de la Nación. A Brochero le habían encargado el Curato de San Alberto, lo que se conocía como el Oeste Cordobés, que abarcaba un radio de 4300 km2. Para llegar hasta allí desde la ciudad, necesitó mucha paciencia y días a lomo de mula entre piedras y precipicios. En aquel entonces, la Villa del Tránsito donde se instaló contaba con apenas doce viviendas, una capilla deteriorada y mucha pobreza. Ése era el panorama. Sólo santos como Brochero pueden imaginar tanta obra de Dios donde los demás sólo ven miseria.
La casa de ejercicios
El cura entró al rancho y, mate de por medio, expresó a la familia su nuevo proyecto para el que necesitaba voluntarios. Era una locura. “¿Construir acá una casa de ejercicios espirituales, Padre? ¿Cómo la vamos a hacer?”. Pero a Brochero la idea se le había metido en la cabeza. No había vuelta atrás. Ya había demostrado su tenacidad, su compromiso con la comunidad y su incansable deseo de “ganar almas” para Dios. Era conocido por sus sermones sencillos de entender, frontales y sin pelos en la lengua, pero sobre todo por no dudar nunca de arremangarse la sotana y oficiar de albañil o lo que fuera necesario. Porque Brochero comprendió desde el principio que su rol no podía limitarse a atender las necesidades espirituales de su pueblo, sino también las materiales y las que hacen a la promoción humana: trabajo, caminos, escuelas.
De todas maneras, con la hazaña apostólica que había logrado el año anterior, ¿no podría haberse conformado? Setecientas personas habían recorrido en pleno invierno con él doscientos kilómetros en mula hasta Córdoba para internarse ocho días en silencio a hacer ejercicios espirituales. No faltaron entre estas personajes como Rafael Pereyra, borracho empedernido a quien Brochero solía encontrar dormido en la entrada de la capilla. “¡Vos te venís a los ejercicios!”, le había dicho. Ante la negativa rotunda de Pereyra, el cura se jugó: “Vos venís a los ejercicios, no tomás una gota más de alcohol, y yo durante dos años no como más patay, que vos sabés que me encanta”. Ante semejante compromiso, Pereyra aceptó el trato. Era la dificultad que implicaba el viaje hasta Córdoba lo que preocupaba al sacerdote. Por eso, la idea fija en su cabeza era construir allí mismo una casa de ejercicios. Dos años después, luego de intensas jornadas, el incansable trabajo del sacerdote y de todo el pueblo, dio fruto: en 1876 se inauguró la inmensa casa de ejercicios en Villa del Tránsito. Famosa fue su frase al colocar la piedra fundamental de la casa: “¡Te jodiste, Diablo! ¡Cuántas almas se salvarán detrás de los muros de esta casa!”. Llegó a albergar a novecientos ejercitantes en una misma tanda y, desde sus inicios, su actividad jamás se ha visto interrumpida. Brochero también inauguró un colegio para niñas a cargo de las Hermanas Esclavas, que sigue funcionando.
Junto a los bandidos y leprosos
Brochero no esquivaba a nadie. Entre sus hazañas, se destaca su amistad con Santos Guayama, un líder gaucho bandolero de aquel entonces, muy buscado por el gobierno. Sabía que Guayama y sus bandidos se escondían en el valle y se propuso encontrarlo para invitarlo a los ejercicios espirituales. Tras varios encuentros en secreto, cuando el cura estaba por lograr el indulto definitivo que permitiera a Guayama participar de los ejercicios, el gobierno encontró al gaucho y lo fusiló. “Era mi mejor amigo, mi mejor amigo”, lloró Brochero al conocer la noticia. Gaucho Seco fue otro bandido en la lista del cura. Fue a buscarlo a la cueva donde se escondía y, presentándole un crucifijo de bronce, le dijo: “Vos estás enfermo. Te invito a curar la lepra de tu alma”. Y tiempo después toda la banda del Gaucho Seco participó de los ejercicios.
El destino final de Brochero llegó fiel a su estilo. De tanto compartir mates, visitar y cuidar enfermos, contrajo lepra. Luego de una vida entre los más pobres, tuvo que atravesar también la más profunda soledad y desprendimiento que alguien pueda imaginar, ya que nadie quería acercarse a él por temor al contagio. Se volvió ciego y murió el 26 de enero de 1914 en una casita cercana a su parroquia, bajo el cuidado de su hermana. Numerosos diarios del país publicaron su muerte y a los dos años la villa comenzó a llamarse Villa Brochero. Casi todas sus pertenencias fueron quemadas, y las que sobrevivieron están expuestas en el Museo Brocheriano. Un mate, su breviario, un poncho, los estribos de su montura, el confesionario… Sólo estos objetos podrían resumir la obra de este santo que dejó una huella profunda. Como se ha dicho, no fue un cura, fue un “curazo”. Un santo bien argentino.