Texto: Juan Pablo Pizarro – Ilustración: Nicolás Bolasini
Durante casi toda mi infancia, en el fondo de la casa de mis viejos, había un terreno baldío desocupado. El dueño se lo prestaba a mi viejo a cambio de que lo mantuviera limpio y en funcionamiento para evitar que se le metiera gente o se le llenara de bichos. Armamos una canchita de fútbol y por ahí pasó todo el mundo. Primos, vecinos, gallinas, bosteros, yanquis. Buenos, malos, peores, habilidosos, agrandados, calentones, fanáticos. Había lugar para todos. De un lado estaba el cerco con ligustrina que daba a mi casa, y del otro, un paredón blanco mal revocado que daba a la casa del vecino, un tipo que circulaba por la vida con las bujías siempre empastadas. Un renegado social que no podía soportar siquiera nuestra presencia muro de por medio. Y cuando la bola se iba para su lado, casi que había que darla por perdida porque no la devolvía nunca.
La mala relación con el vecino se terminó de quebrar en un festejo de mi cumpleaños. Éramos unos treinta pibitos y nos pasamos toda la tarde “fulbeando”. Teníamos cuatro pelotas y, una a una, se nos fueron cayendo a lo del vecino. Para recuperarlas, esperamos agazapados que el tipo se fuera a hacer su rutina diaria de pasear una carretilla vacía por todo el barrio. Apenas dobló la esquina, dos de nosotros saltamos el muro y ahí nomás encontramos dos de las pelotas. Buscando las otras, dimos con un pino súper tupido, de ésos que tienen ramas al ras del piso. Nos metimos y fue como descubrir un cementerio secreto. Había por lo menos ocho pelotas, todas degolladas sin piedad, con las cámaras que se salían de los gajos.
Uno de mis amigos se había quedado de campana en la esquina y apenas lo vio aparecer, pasó la voz para que apuráramos el trámite. Pero el tranco del viejo fue más veloz que nuestra capacidad de reacción y no tuvimos tiempo de salir. Nos quedamos lo más quietos que pudimos, acostados entre las bochas exánimes, sin siquiera respirar, y entre los claros de las ramas seguíamos los movimientos del viejo, esperando la oportunidad de huir. El plan no era de lo más sofisticado porque consistía en contar hasta tres y salir corriendo sin mirar para atrás. Cuando el tipo salió a sacar la basura, aprovechamos y salimos en picada, pero era tan fuerte la imagen de los balones occisos, que decidimos cambiar de plan sobre la marcha y nos metimos en la cocina del quincho. El crimen no podía quedar impune. Lo primero que encontramos fue un paquete de harina en un estante. Lo agarré desde abajo y lo empecé a zamarrear para todos lados hasta que la nube blanca ya no nos dejaba ver nada. Lo siguiente fue poner un tapón en la pileta del lavadero y dejar la canilla prendida. Y antes de irnos, justo nos topamos con un pomo de mostaza y así fue como nos mandamos una obra de arte de pintura contemporánea sobre la puerta de la heladera y las hornallas.
Terminado el trámite, atravesamos el parque a la velocidad de la luz, saltamos el cerco y nos pusimos a jugar con las pelotas recuperadas.No pasaron ni diez minutos y lo vimos aparecer con la cara desencajada y una pala en la mano. El desbande fue fenomenal. Gritos, corridas, histeria. En diez segundos estábamos todos metidos en mi casa. Cuando volvimos al rato, lo vimos al loco haciendo un pozo en el medio de la cancha. Hasta que se cansó y se fue.
El episodio fue el principio del fin. A mis viejos se les terminó de caer definitivamente la satisfacción de tener un potrero donde la tropa se sacara las ganas. Una cosa era bancar los gritos, las peleas, la tierra que volaba para el lado de la casa. Pero quedar involucrado en algún incidente policial ya era demasiado. Por eso, a los pocos días recibieron con incontenible algarabía la noticia de que el dueño finalmente había logrado vender el terreno. Las obras arrancaron muy poco después y en un tiempito se levantó una casa. De nada sirvió que durante los primeros días entráramos a la obra por la noche para tapar los huecos de los cimientos, arrancar hilos y romper ladrillos. La hicieron igual. Pasaron como veinticinco años de este trágico y abrupto final. Todavía nos duele.
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Que buenos recuerdos de La Canchita, Juampi!