Nos preguntamos muchas veces cómo mejorar en nuestro modo de ser y de relacionarnos con los demás. Quizás tengamos en los más chicos las mayores lecciones.
Texto: Milagros Lanusse – Ilustración: Nicolás Bolasini
Hubo quien invitó a sus seguidores a tener un corazón de niño, después de ordenarles que dejaran que éstos se acercaran a Él. Palabras sabias de un hombre sabio que encontró en los más chiquitos a sus propios maestros, y que puso la inocencia de los que aparentemente menos saben como la primera de las condiciones para seguirlo. Sólo si tenían corazón como el de ellos, podrían entender el mensaje de amor que Él había venido a traer. Miles de años más tarde, un prestigioso pediatra atendió a una niña de dos años que al momento de irse, se negó a ponerse la campera y empezó a llorar con entusiasmo. Los padres preguntaron al médico: “¿Qué se hace con estos caprichos?”. “La abrazan todavía más fuerte”, contestó el hombre sonriendo. ¿Y la lógica? El sentido común se les ha escapado a estos dos hombres -Maestro y médico- de experiencia en el amor. O más bien, ellos parecen haberse liberado del sentido común para hablar del amor y de lo insensato que muchas veces resulta querer a los demás.
Saber querer sea tal vez la tarea más difícil a la que nos enfrentamos como personas, y seguramente sea la misión que más busquemos cumplir en nuestra vida. Pero si hay tareas difíciles de realizar, ésa es la primera. Porque “saber” y “querer” parecieran pertenecer a campos semánticos diferentes. ¿Quién sabe querer? ¿El que se entrega a los demás sin miramientos, con absoluta generosidad? ¿El que busca lo bueno en las personas siempre y quiere rescatarlo, sin reparar en sus defectos o equivocaciones? ¿El que no ofende, el que escucha, el que piensa primero en el otro? ¿El que no sabe de rencores y prefiere siempre el cariño al análisis y el juicio? Entre los adultos, tales rasgos pertenecerían a alguien si no ingenuo, al menos sí un poco inocente.
Pero los chicos llevan un corazón descargado de adornos. Lo que los ofende, los entristece, pero si logran superarlo, ya no pensarán mal de aquél que los ofendió. La alegría de ver a sus amigos cuando llegan al Jardín de Infantes es tan sincera e inmediata, que emociona verlos encontrarse. Si están cansados, pedirán ayuda y sabrán recibirla con absoluta humildad, y si pueden regalar su ayuda a alguien, lo harán orgullosos de ser útiles; nada que los infle más de gozo que saber hacer algo que otro todavía no. En ellos no hay prejuicio (ni juicio posterior), ni apariencias; hay espontaneidad, juegos, abrazos, baile, alegría. Lo que el mundo les brinda está allí a la vista para ser interpretado de forma directa, y no hay evaluaciones ni lucubraciones que hagan más compleja su forma de relacionarse, de vivir, o de actuar. Serán los primeros en admirar a alguien que les merece su respeto, en agradecer lo recibido (aunque más no sea con una sonrisa), en transparentar lo que piensan. Tendrán también sus llantos, sus caprichos… pero serán su forma de expresar que algo no anda bien o que simplemente tienen un deseo muy grande de algo y que quieren conseguir otra cosa.
“Acoger como acogen los niños” era la invitación de aquél hombre. Porque ellos saben de eso. Saben de abrazar, de recibir, de descansar en paz cuando se acaba el día, de despertar felices, de buscar lo que desean, de querer estar con otros y armar fiestas para festejar la vida. Porque valoran los colores, la naturaleza, la música. Tienen sencillez en el modo de hablar, de pensar y de amar.
Querer de ese modo
Los niños se vuelven los grandes maestros del amor; pero no sólo porque la niñez carga positivamente con esa inocencia que a veces hace más genuino el amor. La presencia de un bebé también enseña a querer: amar a un bebito es la forma más natural, pura y entregada de amar. Una mamá da a luz y entonces se encuentra frente a un ser ínfimo que le despierta una ternura de dimensiones espectaculares. Todo en su cuerpo la impulsa a querer cuidarlo, dejando a un lado sus propias necesidades o dolores, y como lo hacen los animales, su amor más intuitivo y espontáneo la lleva a velar por su hijo hora tras hora. Él marcará sus momentos de sueño, de comida y de ocio. Y la supervivencia, que hasta ahora siempre había sido el instinto aplicado a sí misma, se volcará ahora hacia otra persona. El centro ya no es ella misma. El centro de todo será otro, aunque éste no pueda devolverle nada todavía, ni pueda agradecerle. Querer alcanzará entonces un nivel casi absurdo, desmedido y absolutamente puro. Habrá también cansancio y falta de paciencia, pero una sonrisa del bebé, una hora más de sueño o un chocolate alcanzarán para renovar fuerzas y emprender de nuevo la tarea de querer. ¿Y si quisiéramos así, con esa entrega, gratuidad y desprendimiento? ¿Si nuestro modo de relacionarnos entre los grandes estuviera marcado por ese descentramiento y atención a los demás? Buscar el bien del otro, aunque éste no responda o no lo note; dedicar tiempo a escuchar y acompañar, aunque nos quite tiempo a nosotros mismos; no juzgar las acciones de nadie sin antes intentar descubrir sus necesidades.
En ambos extremos se encuentran las formas más irracionales de amar: de un lado, la forma de querer de un niño, con su franqueza e idealismo. Del otro lado, la forma de querer a un niño, de amar de un modo maternal, entregando todo de forma gratuita y abrazándolo más fuerte todavía cuando llora, como dijo una vez un médico. Las maneras más instintivas de amar alcanzan el nivel del amor más esmerado y dedicado, y la sencillez de los más chiquitos consigue el grado de amor más puro. ¿Si es lógico? Claro que no. Por suerte, no es nada lógico.
La maestra les pidió que eligieran un superhéroe. Él escogió a su mamá. ¡No te pierdas esta historia!