Hoy se cumple un nuevo aniversario de mi último partido de fútbol en una cancha de once. La cantidad de años no viene al caso, es anecdótico. Como una cruel e irónica alegoría del momento, mi equipo se llamaba Los Nonos y jugábamos en un torneo amateur, Altonono.
Texto: Juan Pablo Pizarro – Ilustración: Nicolás Bolasini
Lo único que recuerdo de aquel partido, con una precisión inexplicable, es la última jugada. Y lo que vino después.Iban treinta y cinco minutos del segundo tiempo. Perdíamos cuatro a cero contra unos gurises que estaban todos pelados porque el día anterior, mientras nosotros cambiábamos pañales o ayudábamos con alguna tarea hogareña, los nenes se recibían de bachilleres y salían de festejo, y terminaban pelándose unos a otros en una plazoleta de Palermo. Y de ahí directo al partido.
Iban treinta y cinco minutos del segundo tiempo y los nenes se nos vinieron encima porque consideraron que ya era hora de perderle el respeto a ese grupo de gerontes a los que no les daba el cuero ni para tirar una patada. Con el objetivo de estirar la goleada todo lo que pudieran, el nueve rival dejó desairado a nuestro seis y encaró el arco con un solo escollo por delante: yo, que jugaba de último hombre. La bola estaba a tres metros de mi posición y a unos ocho metros del delantero. Era pan comido. Podía hasta darme el lujo de cortar el ataque tranquilo y jugarla redonda hacia algún compañero o, en el peor de los casos, meterle un «puntinazo» y colgarla del eucalipto. Pero hubo un cortocircuito entre la cabina de comando y mis extremidades que derivó en una falta de timing, que derivó en un penal inexplicable.
La desafortunada maniobra dejó en evidencia la brecha generacional que teníamos en relación con la edad promedio de ese torneo y me empujó a una decisión que, aunque precipitada, no pudo ser más oportuna. Cuando decidí abandonar el fútbol de once antes de que el fútbol me abandonara definitivamente a mí, todavía estaba en el piso, boca arriba, dolorido en el alma por esas miradas inquisidoras de mis compañeros que no podían concebir tanta torpeza. Pedí el cambio desde ahí, así como estaba, sin incorporarme siquiera. Mis compañeros me preguntaban qué parte del cuerpo me había lesionado y yo me señalaba el pecho porque no sé dónde corno llevamos el amor propio. No sé si es un músculo, un ligamento o una estructura ósea, pero sé que puede llegar a doler bastante más que otras lesiones.
Me levanté lo más rápido que pude y, mientras el suplente ocupaba mi lugar, yo salí por el fondo de la cancha, sin levantar la mirada del piso. No quería mirar a nadie. Me aflojé los cordones de los botines, dejé caer las medias y arrastré las piernas por el borde de la cancha hasta el estacionamiento del predio. Abrí la puerta del auto, me senté de costado y me arranqué las canilleras con algo de nostalgia porque sabía que ya no me las iba a poner nunca más en esta vida. El fútbol que viniera después, cualquiera fuera su formato, claramente no iba a tener un nivel de exigencia que requiriera canilleras.
Me demoré unos veinte minutos en esa posición hasta que me empezó a doler la cintura por no tener respaldo. Corrí el asiento para atrás y lo recliné hasta donde daba. Abrí la ventanilla, me acosté y me dormí. Me desperté a la media hora y decidí abandonar ese predio. Tardé hora y media en llegar a casa, le metí otros quince minutos acostado en el asiento reclinado y otra demora más caminando muy perezoso hasta mi cuarto. Mi mujer se sorprendió de que ni siquiera hubiera saludado y se arrimó hasta el cuarto. Me encontró semi dormitando sobre la cama, mirada perdida en el techo.
– No te duermas, mi amor, que hoy tenemos fiesta ochentosa en lo de mi prima. Dale, que no decaiga. Vos sabés lo mucho que me gustan los lentos.
Te aseguro que lo sé.