Suficiente. Ya escuchamos, ya sabemos y ya gustamos las propuestas que el año que comienza nos trae. Pero no por nada, abstracto y concreto son sustantivos opuestos.
Fotos: Milagros Lanusse – Ilustración: Lu Paul
Nos hablan de acostarnos en el pasto y mirar el cielo, las ramas o los pájaros. Nos proponen respirar profundo, o cerrar los ojos un rato por día, o frenar a pensar. Escuchamos acerca de la necesidad de bajar un cambio, de comer despacio, de mirar alrededor. Nosotros entrecerramos los ojos, bajamos levemente la cabeza y esbozamos una sonrisa complaciente. Logramos un gesto claro de “obviedad”: esto es cliché. Y de pronto, alguien nos desafía… ¿Cuándo fue la última vez que realmente nos acostamos en el pasto a mirar el cielo?
Son tantas las palabras de aliento que encontramos por todas partes (en nuestro celular con las cadenas de mensajes optimistas, en las publicidades de yogur que nos invitan a abrir los brazos y abrazar al mundo con una sonrisa, en los eslóganes de marcas de autos, o de gaseosas), que el aliento pasa débil e inadvertido.
Nos abanderamos detrás de videos emocionantes que nos revelan el sentido de la vida, como si hubiéramos encontrado en él las respuestas a todos los interrogantes que hasta el momento de ver el video no sabíamos ni que teníamos. YouTube es de pronto un acervo de verdades e historias inspiradoras. Y como todo eso lo vivimos a diario, lo dejamos de vivir. Como respirar; respiramos tanto y tan seguido, que nos olvidamos de hacerlo realmente.
Entonces un día nos proponemos hacer algo de eso que nos cansamos de escuchar y decidimos concretar alguna de esas propuestas que creemos aburridas. Elegimos una de las sencillas, de las que no nos lleven demasiado tiempo: una tarde nos acostamos en el pasto, con la espalda sobre la tierra y los pies descalzos. Cerramos los ojos y volvemos a abrirlos para encontrarnos con un cielo más azul del que recordábamos; o más gris, o más lejano, o más inmenso o más apabullador. Distinto. Lo teníamos olvidado, “obviado”, acostumbrado. Y nuestros pies descubren algo que creíamos sabido. Este pasto es más suave (o menos), o más verde (o menos), que el que recordábamos.
Volver al inicio, nada obvio. A respirar, a desayunar, a rezar, a mirar, a descansar. Volver a pensar, a proponerse metas, a llorar, a recordar. Volver a las raíces de nuestra personalidad. Volver a hablar con nosotros mismos en el silencio, a querernos u odiarnos, a escucharnos. Volver a anotar una lista de pendientes, a cumplir algunos y olvidar otros. Volver a llamar por teléfono, a visitar, o sorprender. Cocinar otra vez, correr de nuevo, leer de noche (o de día). Volver a tomar el colectivo que solíamos tomar cuando estudiábamos. Entrar en el bar donde pasábamos horas o desviarnos para ver otra vez la casa donde crecimos. Mirar fotos, abrazarlas, hacerlas presente. Escuchar las voces adentro nuestro que fuimos volviendo sonido ambiente: la de Dios, la de nuestros deseos, la de nuestra conciencia.
Entonces, la propuesta indecente de que la lista de ideas lindas no sea sólo una lista. No solamente leer sobre estas cosas. Hacerlas. No solamente estar de acuerdo con ellas. Concretarlas. No emocionarse simplemente con la propuesta de mirar el cielo. Salir afuera y mirarlo. Ni sonreír ante la invitación de estar en patas. Descalzarse y estar, de hecho, en patas. No cerrar la revista con un gesto complaciente ante un texto que nos repitió, una vez más, que está bueno cada tanto frenar, respirar y pensar. Por una vez, cerrar la revista, frenar, respirar y, de una vez por todas, pensar.
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