Los vemos en las series de televisión con vidas complejas e historias de novelas. Pero los que conocemos de carne y hueso son seres sin duda especiales, con un lugar particular en nuestra sociedad y, sobre todo, en nuestras vidas.
Texto: Milagros Lanusse – Ilustración: Lu Paul
Uno cree conocer el miedo, hasta que la propia alma se aloja en un cuerpo ajeno, y ya no hay control de nada: cuando un hijo nos roba el sentido y se vuelve el único centro posible y visible, entonces ahí conocemos el miedo real. El que nos quita el sueño, el aliento, la razón, sobre todo en esos días en que el termómetro marca números en rojo, la tos no afloja y el llanto persiste. Entonces nos tiembla todo, se nubla el juicio, olvidamos las dosis, las horas, las reglas y nos entregamos a una vulnerabilidad que no creíamos propia. El misterio de la vida en su mayor fragilidad y su absurdo más extremo nos golpean de lleno y nos parece hasta sorprendente ser seres capaces de respirar y ser.
El amor duele y sentimos eso en cada fibra. Duele demasiado y se vuelve insoportable, y perderíamos la vida (o lo que sea que haya más preciado que la vida), a cambio de que nada le pase a ese hijo que nos robó el corazón desde su primer día en este mundo. Nos encontramos desatinadamente inútiles, reconociendo que nuestra finitud es absoluta y que la sangre que corre por las venas propias y las de las personas que queremos, el aire que entra a los pulmones, las conexiones internas que permiten al cuerpo existir, todo aquello es algo incomprensible, inmenso y sobrenatural. La anatomía física asume una dimensión casi mágica, en la que perdemos todas las facultades que creíamos adquiridas.
Que nos miren con paz aunque más no sea por un segundo es entonces el cielo. Encontrar en esa tormenta de ansiedad una voz que dice palabras que poco entendemos, pero que refieren a una sabiduría mayor, nos devuelve por un rato la cordura. El tenor de la información se vuelve secundario ante la necesidad de un consuelo humano que trascienda lo positivo o negativo; necesitamos que alguien sepa, que alguien use términos difíciles y nos confirme lo poco que sabemos, nos haga sentir pequeños y nos ubique entre los necesitados.
Enfermos nosotros o los nuestros, el miedo sigue cerca y no atina a irse, aumenta con la enumeración de posibilidades, de estudios a realizar y de remedios que comprar. Pero el problema ahora se aloja también en una mente que es capaz de usar la razón que nosotros perdimos en el intento de ser fuertes. Toda nuestra vida se ve suspendida por una cadena de profesionales que la sujeta fuerte, y cada eslabón va buscando soluciones que a nosotros nos devuelvan la lógica.
En el medio, una “monitorista” (si estamos por dar a luz) que nos acaricia el brazo para hacer más ameno el dolor, un radiólogo que nos sonríe y nos pregunta el nombre, una enfermera que saluda con cariño sincero y pregunta genuinamente cómo estamos, un pediatra que le roba un beso al bebé que está pesando, un especialista que responde con paciencia nuestras miles de preguntas-acusaciones-divagaciones. Ángeles que van mezclándose con nuestras fantasías y temores, gestos humanos que se intercalan con otros más serios y profesionales, duros o incomprensibles. Llamados a deshoras que nadie considera inoportunos, consultas que duran ratos largos y se convierten en momentos compartidos, encuentros fortuitos para evitar preocupaciones, análisis profundos para obtener resultados claros.
Hombres y mujeres de blanco que entregan horas de vida, de sueño y de todo lo que haya por entregar para poder ser, en esos momentos, un referente que nos indique el camino. Son héroes de capas blancas que utilizan fórmulas imposibles para intentar salvar nuestro mundo. Les entregamos nuestra mayor fragilidad y a veces eso nos lleva a renegar de sus horas de espera, su falta o exceso de precaución, expresión, información o lo que fuera (siempre frente a nuestro lánguido juicio no médico), su caligrafía o la ubicación de su consultorio. Seres humanos en cuyas espaldas cargamos la entidad más preciada y a la vez más frágil que poseemos (o carecemos): la salud. Por ende, les entregamos la vida, o lo que es más fuerte aún, la vida de los nuestros.
Sólo podemos hacerlo porque ellos antes han ofrecido la suya. Nos la dieron el día que se anotaron en su primera materia, y lo continúan haciendo en cada llamado que responden, sea la hora que fuere. Su compromiso con nuestra vida nos compromete con la suya y nos amplía el alcance que creíamos posible de gratitud o reconocimiento. Merecen eso y siempre mucho más de lo que creamos suficiente. Porque su vocación es con la vida, ofrecida desde la suya propia, también finita y condicionada. Hombres y mujeres que no son superhéroes aunque más de una vez querríamos que lo fueran. Nombres que evocamos adentro nuestro cuando nos paramos frente a la cuna esperando a que suene el termómetro, deseando con todo nuestro ser no tener que acudir a ellos. “Ojalá no nos veamos pronto”, decimos en broma al final de una consulta, y le dirigimos aquellas palabras a las personas que más valoramos cuando se hacen necesarias. Contradicción y verdad, como el misterio grande de vivir y de amar en exceso la vida de otro.