Sólo a Dios se le ocurre empezar algo cuando todo está terminando. Y aquí estamos, a las puertas de un nuevo Adviento, para preparar una renovada Navidad. Cuando creíamos que ya no nos quedaban fuerzas para encarar los últimos días del calendario, cuando el entusiasmo se estaba entibiando de a poco, Jesús nos invita a preparar el corazón para su venida y que este nacimiento no pase inadvertido una vez más en nuestra vida tan agitada. Y prendemos la primera vela de la corona pidiendo una ayuda por encontrar esa paz distinta que sabemos que existe cuando nos abandonamos por completo a los planes de Dios.

Muchas veces en estas fiestas experimentamos sentimientos encontrados. Las nuevas oportunidades, los deseos de comenzar en foja cero una vez más o la gratitud por tanto don recibido durante los últimos doce meses, se mezclan con corridas estresantes entre compras, últimos resultados antes de las vacaciones o las temibles reuniones familiares que son, a menudo, ocasión de disputas y encuentros incómodos que desencajan con el espíritu alegre y festivo, y a la vez, profundísimamente íntimo y amoroso.

Tiempo de transformación

Por eso es necesario preparar esta fiesta como un evento singular y único, de esos que parten literalmente la historia en dos y le dan un sentido profundo y nuevo al devenir de los siglos, a las decisiones más vertiginosas y a los esfuerzos de cada día por ser mejores hijos, hermanos, padres y madres. Detener la marcha y meditar sobre el tiempo que vivimos entre negocios repletos de gente o entre mercados abarrotados de carros que rebalsan de comida parece toda una odisea.

Pero entre tanto ruido, desde el fondo del corazón se van afianzando las ganas de rezar, de disponer el alma para lo que está por suceder y que nos involucra en primera persona. El recogimiento se asoma ya desde la fiesta de la Madre, en la Inmaculada Concepción, porque sin ella no hay Nacimiento, ni Pasión, ni Muerte, ni Resurrección ni vida en abundancia. Sin su fiat nos veríamos envueltos en el más sinsentido de los mundos y en un caminar sin esperanza.

Don sagrado envuelto en pañales

Pero a partir de su entrega generosa y fiel ¡cuánto gozo! ¿Será que nos olvidamos de que somos herederos de una felicidad que supera nuestros límites y horizontes? ¿No somos conscientes realmente de que este mismísimo momento es un tiempo de gracia inmenso que nuestro corazón necesita para volver a acercarse a Dios de una vez por todas? Adviento, adviento, adviento. Bendito adviento. Seamos inteligentes, saquémosle provecho a este tiempo de preparación.

Como decía un gran amigo, “El amor de Dios está en oferta, ¡aprovechemos!”. Así también nosotros. Que con cada vela que prendamos de la corona, también se encienda dentro nuestro ese deseo tan hondo de acunar al Niño y darle nuestro cariño más sincero. Y que la noche de Navidad, entre tantos saludos y festejos, nos acerquemos al pesebre (aunque sea, al de nuestro corazón) y le digamos a ese Niño envuelto en pañales que también nosotros queremos nacer de nuevo porque ahora sí, estamos preparados para la Navidad.

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