La visita de los Reyes Magos prolonga la fiesta de Navidad y Año Nuevo, y nos invita a pensar en nuestro propio camino hacia el establo siguiendo la estrella de Belén.
Texto: Milagros Lanusse
Tres hombres sabios, llamados magos por nuestra tradición, fueron en busca de un rey en pañales que los esperaba en un establo, sobre un trono de heno y una corte de animales de granja. Cargaron con ellos sus conocimientos y sus estudios, y montaron sobre sus camellos para alcanzar al Niño sus ofrendas, siguiendo la estrella que tanto habían esperado encontrar. La imagen de aquellos tres reyes de mantos coloridos, provenientes de Oriente y cargados de riquezas, es parte infaltable de nuestro imaginario cuando del pesebre de Belén se trata. Son el sector de alta estirpe de las imágenes del nacimiento, que casi siempre contrasta con aquél donde están los pastores y los propios María, José y el Niño, todos con ropajes color arena y de una sencillez suprema.
En algunos pueblos de Argentina la Fiesta de Reyes implica un festejo aún mayor que el de Navidad o Año Nuevo, y algunas familias tienen la costumbre de traer regalos a los niños, mediante una tradición equivalente a la de Papá Noel. Lo cierto es que regalos o no, a todos todavía nos queda la reminiscencia de los paquetes por abrir, el arbolito colmado de presentes, las tarjetas de felicitación. Desde Navidad hasta hoy, son doce días de fiesta, intercambios, reuniones, abrazos de saludo. Con esta fiesta ya comenzamos a guardar el arbolito, las copas, los papeles de envolver.
Pero quizás aquellos tres visitantes fueron a llevar algo mucho más valioso que sus tres regalos en cofres dorados. Porque llegaron con un presente, es cierto. Pero también es cierto que su mayor entrega fue emprender aquel viaje largo, incierto, peligroso para ofrecer su adoración a Jesús. Partieron por un camino oscuro, siguiendo la guía de la estrella, con más de confianza que de certeza y más de humildad que de abundancia o autoridad. Se arrodillaron en tierra y besaron el suelo de paja en el que yacía su Dios, y dejaron, antes que sus paquetes, su propio orgullo y su propia vida. Tuvieron que volver por otro camino luego de haber despistado a Herodes, y arriesgaron todo con tal de entregar al Niño su visita. Signos claros de una riqueza mucho más verdadera que la del oro, basada en la modestia y fidelidad.
En casa regalamos más o menos, pero casi siempre hay alguna bolsa con moño y etiqueta para mostrar nuestro cariño. Gestos válidos si los hay, aunque también incompletos muchas veces. El viaje hacia la entrega de un paquete es corto y visible, con retorno seguro al punto de partida y un “gracias” infalible del otro lado. Cuánto más difícil el regalo de uno mismo, el viaje hacia el encuentro verdadero, el tiempo de entrega en un trayecto con menos luz, más incertidumbre, sencillez y templanza. Paquetes sin moño pero cargados de tiempo valioso, de charlas sinceras, de tardes compartidas, de abrazos sin regalos de por medio. Visitas más largas, más arriesgadas y menos demarcadas, silencios más prolongados, esperas más pacientes, palabras más escuetas pero más abundantes de sentido. Cuánto más regalo es arrodillarnos frente al corazón del otro, con la frente baja, la rodilla en el suelo, la mirada fija en su vida, por más pequeña que pueda parecer. Nuestro colorido manto de orgullo sobre la tierra húmeda de un corral, con la disposición absoluta de volverse luz para aquél a quien adoramos y entregamos nuestro más absoluto respeto.