Sonríen, siempre lo hacen; agradecen; te desean suerte, pero, por sobre todo, si conocés el horror por el que pasaron, los camboyanos conmueven. Sus ojos oscuros y esa mirada tan profunda permiten adivinar las cicatrices de un pasado del que aún siguen siendo víctimas.
Texto: Victoria Portillo
Caminando por las calles de Phnom Pehn, descubro restos de aquella época llena de tanto glamour francés en la que no podía imaginarse el horror que sobrevendría. Este lugar era la capital de la colonia francesa de Indochina que incluía Vietnam, Camboya y Laos. Dicen que en los años 60, todo parecía un cuento de hadas con un rey, palacios, grandes mansiones y faroles que iluminaban las callecitas, desde las que se podía escuchar la música y risas de tantas fiestas llenas del más exquisito champagne. Hoy, y a pesar de estar reconstruyéndose, se pueden ver algunos de aquellos enormes caserones abandonados, rodeados de yuyos altísimos y rejas oxidadas.
Entre los años 1975 y 1979, el país fue escenario de uno de los horrores más grandes. Bajo el régimen comunista de un tal Pol Pot, no sólo las fiestas sino el budismo, la música, el baile y las risas fueron arrancadas de la vida de los camboyanos. A ellos, tan sonrientes y amables, se los dejó sin historia ya que los más de dos millones de muertos se la llevaron. Una generación entera fue exterminada. No hay gente mayor, no hay abuelos arrugados y la mitad de la población tiene poco más de treinta años.
Los intelectuales fueron asesinados -muchas veces a patadas para ahorrar balas-; el simple hecho de llevar anteojos los convertía en una amenaza para el sistema. Innumerables familias fueron lanzadas al agua para que se los comieran los cocodrilos. Hoy, muchos descendientes de estas familias le temen al río.
Ciudades enteras quedaron vacías; los colegios, convertidos en cárceles de tortura; los maestros y monjes asesinados y los sobrevivientes, trabajando en condiciones infrahumanas en los campos de arroz. El servicio postal fue suspendido aislando a Camboya del resto del mundo. A pesar de tantos años transcurridos, los camboyanos aún están traumatizados por todo lo sucedido, prefieren salir en grupo y no vuelven muy tarde a sus casas.
Llegué de noche, y a la mañana siguiente me desperté con un fuertísimo dolor de cabeza. Sentada en una cafetería a punto de tomar un analgésico, era observada por el dueño que se acercó a preguntarme qué me pasaba. Mi dolor, según él, se debía a la presencia de todos los espíritus que aún siguen en la ciudad. Son muy supersticiosos, la mayoría cree que las almas de quienes murieron en aquella época aún andan dando vueltas. Debido a ésto, suelen usar talismanes para sentirse protegidos.
Son budistas, pero como tantos templos han sido destruidos e infinidad de religiosos asesinados, necesitaron de la ayuda extranjera para poder ir reconstruyéndose. Sorprende lo jóvenes que son la mayoría de los monjes.
En este país hay muchísimos expatriados. La calidez del camboyano, las ganas de ayudarlos y lo económica que es la vida en este lugar hacen que muchos decidan quedarse.
Existen organizaciones que siguen trabajando con ellos, intentando ayudarlos a despegarse de una identidad de tanta pérdida y dolor. Viendo tantos chiquitos que se acercan a las mesas vendiendo libros sobre aquella tristísima época, me pregunto cuántas generaciones más se necesitarán para lograrlo. Parecería que esos años en los que el mundo no conocía lo que les estaba sucediendo hace que no puedan dejar de relatarlo.
Quizás escuchándolos contarlo una y otra vez los ayudemos a entender que el mundo está atento y que ellos ya nunca más sufrirán sonrientes y en silencio.
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Vicky.
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