Jornada increíble en el campo de unos amigos, aprovechando la libertad de moverte que te dan siempre las vacaciones. Grandes, medianos y chicos en cantidades, disfrutando a pleno el sólo hecho de estar en el medio de la nada sin hacer nada. O casi nada.
Texto: Juan Pablo Pizarro – Ilustración: Nicolás Bolasini
Uno de los pibes se le animó a un eucalipto de treinta metros y decidió treparlo. Y trepó. Y trepó. Y siguió trepando.
Lo creíamos a gusto allá arriba, perdido entre las ramas. Hasta que se escuchó el alarido. Sabiendo por dónde venía la mano, traté de hacerme el distraído, pero al segundo alarido, la patrona me puso cara de “esto es cosa de hombres, ocupate”.
Me acerqué a paso cansino y arrancó un diálogo que, por la distancia que nos separaba, fue algo subidito de tono:
– ¿Qué pasa?
– No me puedo bajar.
– ¿Y quién te mandó a subir tan alto?
– Nadie. Me subí porque quise.
– Era una pregunta retórica.
– ¿Una qué?
– Nada. Bancá ahí que me subo.
El primer gran desafío que tuve que enfrentar fue la primera rama, que arrancaba a casi metro y medio del suelo. Necesitaba algo donde apoyarme como escala intermedia. En otra época hubiera alcanzado la rama pegando un saltito sin siquiera tomar carrera. En esta época, claramente no.
Opté por agarrar una silla que había en el círculo de gente que charlaba cerca del árbol. Gente que de golpe decidió que en lugar de seguir conversando, caminar o tomar sol, sería más divertido ver cómo me las arreglaba para enfrentar tan tremenda cruzada.
Aunque puse la silla bien pegada al tronco del eucalipto, todavía quedaba un trechito largo entre el punto de apoyo y la primera rama. Imposible para mi orgullo pensar en ese momento en otra alternativa, así que cerré los ojos, apreté los dientes y revoleé la gamba de manera aparatosa. Todo lo que conseguí fue pasar la pierna derecha por arriba de la rama, pero no de manera completa, de modo que la otra gamba me quedó colgando mientras hacía una fuerza increíble para que no se me soltaran las manos. Con todo el mundo atento a mis movimientos, volver de un papelón semejante se me habría hecho muy cuesta arriba. Con un esfuerzo sobrehumano logré subir la gamba que había quedado suspendida y gracias a todos los santos del cielo pude afirmarme sobre esa primera rama.
Lo que me quedaba por delante no era un desafío menor. Necesitaba un plan para transitar esos veinte metros que me separaban del borrego, con un objetivo claro: nada de depositar todo el peso sobre un mismo punto. Había que dosificar para evitar que cualquier fractura de rama -que no fueron pocas en ese duro trajín- terminara en un descalabro fenomenal. Paso a paso, dijo Mostaza. Y así fue.
En la media hora siguiente logré subir unos cinco metros. A esa velocidad, nos iba a agarrar el comienzo de clases con el pibe todavía arriba del árbol. Así que no me quedó otra que apurar el paso y tomar algunos riesgos de más. Y así fue que logré subir otros cinco metros en un tiempo mucho menor. Feliz y satisfecho.
Fue en ese momento que lo sentí pasar como una exhalación. Yo nunca había levantado la mirada porque iba muy concentrado en ver bien dónde apoyaba cada pie. Por eso no me percaté de que el impertinente al final se cansó de esperar que su padre superhéroe llegara a salvarlo y decidió bajar por las suyas.
Apenas me pasó por al lado, con una destreza que me deprimió del todo, le pegué un grito por insolente. El tipito me miró con cara de nada y me dijo sin hacerse problema:
– Al final pude bajar, pa, no te preocupes.
No, claro, qué me voy a preocupar. El pibe se deslizó por las ramas y en menos de diez segundos ya estaba en tierra firme, mientras yo lo miraba desde lo alto abrazado al tronco como un koala.
El que casi pasa el arranque de clases arriba del árbol fui yo.