Hace seis meses, la escuela me propuso hacer un viaje de seis noches al Amazonas con mis compañeros. Incluía dos días en Manaos, dos en una comunidad ribereña y dos en una tribu indígena. En ese momento, ya podía imaginarme allí, conociendo nuevas personas y lugares. Por más de que tenga solamente dieciseis años, nunca pensé que tendría la oportunidad de visitar este increíble lugar.

Texto: Agustina Pereira Caldas – Fotos: Julia Lube y Agustina Pereira Caldas

Al final de agosto, salimos de Rio de Janeiro rumbo a Manaos, vía Brasilia. Pasadas seis horas, llegamos y sentimos al fin el calor húmedo del Amazonas. Es sorprendente ver desde el avión cómo surge esa enorme ciudad en medio de la selva amazónica.

Manaos encanta a sus turistas, principalmente, por su grandioso Teatro Amazonas, inaugurado en 1896, pero restaurado en 1974. Dentro de sus hermosas paredes rosas con detalles en blanco, pude ver como la Orquestra Amazonas Filârmonica ensayaba, y visitamos también los grandes salones que alguna vez recibieron a la nobleza brasilera.

Visitamos el Mercado Municipal, donde se podía comprar artesanías, varias especias locales y plantas medicinales. Los vendedores estaban abiertos a charlar y explicar un poco de lo que los rodeaba, así como a darle un significado a cada collar o pulsera que vendían.

En seguida, fuimos en barco hasta el lugar donde el Río Negro y el Río Solimões se encuentran. Nunca había visto nada parecido: dos ríos que cuando se chocan, mantienen sus respectivos colores y no se mezclan, debido a las diferentes densidades y temperaturas, preservando sus orígenes.

Sin embargo, la gran aventura empezó en el momento en que salimos del hotel cinco estrellas de Manaos y partimos para la comunidad ribereña Tumbira. En el medio del camino, paramos para nadar con unos botos cor de rosa, una especie de delfín gris con barriga rosa. Y les puedo garantizar que cuando lo toqué con mi propia mano, me di cuenta de que estar ahí era mucho mejor que verlo en un mero acuario.

Dentro de la comunidad, empezamos a hablar con la gente y a entender su modo de vida. Nos contaron cómo era vivir allí, teniendo que usar los barcos como si fueran mis conocidos autobuses. Con otros cincuenta alumnos de mi escuela, invadimos el hogar de toda esa gente, y terminamos intercambiando nuestras visiones de mundo.  Esa experiencia no tiene comparación. Es increíble ver cómo dos vidas pueden ser tan distintas, aunque vivan en el mismo país y hablen el mismo idioma.

Mientras tanto, en el momento en que pisamos en la tribu Três Unidos, habitada por la etnia Kambeba, fuimos recibidos como si estuviéramos en casa y abrazados como si fuéramos viejos conocidos. Es impresionante cómo hasta los niños más chicos tienen una respuesta para todo y siempre están abiertos a contar una historia, normalmente sobre la naturaleza y sus varios dioses. Pasados dos días de convivencia con la vida indígena,   terminamos con una danza típica liderada por el propio cacique y nos despedimos entre lágrimas. Y así volvimos a Río, con un pedazo de cada uno dejado con los Kambeba.

El punto de todo esto es que me metí en el medio del Amazonas con la expectativa de que sería un gran viaje, y volví no sólo con mi expectativa superada, sino también con memorias inolvidables y, claro, un arco y flecha.

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