La historia del profe de historia que olvidó la historia – Todos los años es igual. Cada vez que arrancan las clases, el humor de los pibes se da vuelta como una media por tener que pasar de la reposera al pupitre, del chapuzón a la formación en fila, de patear una pelota todo el día a la regla de tres simple, los dictados, la fotosíntesis anoxigénica y los sintagmas endocéntricos.

Texto: Juan Pablo Pizarro – Ilustración: Nicolás Bolasini

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La estrategia para distraerlos un poco de tan tremendo giro existencial es traerles alguna historia propia, alegre, de nuestro paso por el colegio. Este año les relaté la que me tocó vivir hace algunos añitos cuando estaba casi terminando el secundario y que tuvo como protagonista a mi profesor de Historia que, supongamos, se llamaba Juan.

En esa época se jugaba un torneo de fútbol en el que, además de los equipos que se armaban con alumnos de los últimos tres años, participaba un combinado de profesores. Lo mejor que tenía el campeonato era justamente la posibilidad de cruzarte con los tipos que te hacían sudar tinta china durante todo el año. Era como si los guardiacárceles se armaran un equipo para jugar contra los presos. No había una oportunidad mejor para saldar algún asunto pendiente. Ese año, llegamos a la final y nos tocó jugar contra los profesores. La semana previa a la definición fue tremenda, con pintadas en la cartelera y chicanas en cada pasillo. El partido se jugó un viernes a la tarde. Las clases se cortaron al mediodía y la gente se quedó sólo para presenciar un encuentro que, a esa altura, prometía convertirse en un espectáculo épico.

Ese día fue lo más cerca que estuve de sentirme un profesional del balompié. Apenas pisamos la cancha, sentimos el apoyo de la masa embravecida que, a grito pelado, imploraba por ver a los profesores mordiendo el polvo de la derrota. Saludamos con brazos extendidos y hasta se escapó alguna que otra atrevida señal de la cruz.

El partido fue parejísimo, con muy pocas llegadas. Pero promediando el segundo tiempo, me quedó una bola perdida en el borde del área y no dejé pasar la oportunidad. Cerré los ojos y le entré de lleno con todo el empeine. Nunca la vi entrar. Sólo sentí que la tribuna se nos caía encima. Hubo invasión de cancha y el réferi tardó como cinco minutos en hacerla desocupar.

Mi profesor, Juan, jugaba de defensor. Krupoviesa era Gandhi con sobredosis de Rivotril al lado de este pibe. Después del gol, a Juan le saltó la térmica y adoptó una mirada asesina que te ponía los pelos de punta. Y ni hablar cuando no tuve mejor idea que tirarle un caño y despertar la ovación de la hinchada. En la jugada siguiente, en una pelota dividida, llegué un segundo antes que él y me agarró de lleno con la rodilla a la altura del muslo. Volé. Literalmente. Mi cuerpo hizo una pirueta en el aire y lo primero que apoyé fue la mano derecha, que crujió cuando atrás vino el resto del cuerpo. Me quedé un rato en el piso agarrándome la muñeca y Juan sacó a relucir su correctísimo lenguaje académico:

– Levantate, no seas gallina. No tenés nada, nene.

Me levanté como pude y seguí jugando, pero esta vez lejos de ese orco encolerizado que ya no era dueño de sus propios actos. Con el pitazo final, la gente se nos vino encima y casi que nos levantaron en andas. Juan y compañía se fueron masticando su bronca y mirándome con un odio indescriptible.

El diagnóstico fue fractura. El lunes siguiente, en el colegio, lo busqué a Juan por todos lados para mostrarle el yeso. No hubo forma, me esquivó todo el día. Hace algunos meses me lo volví a cruzar, esta vez por la calle, pero el tipo miró para otro lado y siguió de largo. O se hizo el ganso o no me reconoció. El día que me lo vuelva a encontrar, le voy a recomendar que lea a Santayana, en especial una frase célebre que, como profesor de Historia, Juan debería tener incorporada: “Quienes no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo”. Y le voy a dar la revancha.

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