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Crónica de una visita a una galería de arte en Tigre.

Texto: Elena Tavelli

La venta de una obra las presentó, la vocación las hizo compinches y el río, finalmente vecinas. Niko Gulland y Luisa Ugarte son dos galeristas de larga data a quienes el río Capitán les inspiró una idea que, al principio, sonaba un tanto alocada: montar una feria de arte en el humedal de Tigre.

Años más tarde, con el sueño ya amasado y cocinado, viajo hasta allá para conocerlas. El cielo está encapotado y la lancha colectiva a la que me subí sin tener mucha idea de a dónde me lleva, serpentea canales turbios para mí desconocidos, encerrados por marañas de la más silvestre vegetación.

Veinte minutos más tarde, lo que se asoma por el vidrio es mi puerto. Los perros de Luisa vienen a darme la bienvenida y, a lo lejos, un grupo de gente me mira con una mezcla de sorpresa y desconfianza. Soy forastera en tierras vírgenes, pero ni bien me reconocen, me saludan e invitan empanadas a las tres y media de la tarde.

Aparentemente, el río tiene ese poder que se necesita para detener el tiempo. Ahí, la siesta es una invitación constante, las necesidades son mínimas y el aislamiento, una elección. En ese escenario romántico, la selva se estampa en los ventanales y se camufla entre las obras exhibidas. Los artistas, que son parte de las galerías que dirigen ambas amigas, exhiben obras a precios accesibles y tamaños transportables en lancha.

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Las figuritas femeninas esculpidas en cerámica de Luciana Guiot llegaron a lo de Luisa desde Tucumán. Vinieron con “Micro-Espora”, una galería de arte móvil con base en Yerba Buena, pero con la intención de llevar arte a todo el país a bordo de una casa rodante.

De la provincia donde se declaró nuestra independencia también es Ramón Teves. Sus retratos familiares en escenarios íntimos y decadentes desbordan de una argentinidad perdida en tiempo y espacio. Chaile’s family es la  fotografía de la última cena ambientada sobre un mantel navideño, delante de una pared con parches de enduido. Una sandía sin cortar, un pan lactal fuera de la panera y sobras del asado con ensalada de ayer cantan presente en un banquete que podría ser perfectamente el del veinticinco al mediodía.

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En frente, los delirios gastronómicos de Mercedes Granel ostentan otro nivel. Son pinturas al óleo en donde quienes se lucen son los cortes de carne más caros, las verduras a contra estación y los trazos de salsa como pinceladas sobre vajilla importada. La memoria se torna borrosa y los platos se mezclan con los recuerdos del último viaje.

Ya por lo de Niko, la propuesta es más bien tigrense. Después de años de nómade, Javier Torres, uno de sus artistas, decidió instalarse en el Delta. Ahí mismo montó su taller, en donde con chapa, musgo y madera, reduce las construcciones típicas de la zona a las dos dimensiones y al pequeño formato.

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Alfredo Llorente, en cambio, vive en los márgenes del río, ahí donde el agua refleja un poco y oculta tanto. En sus fotografías, los juncos se entrelazan con los rayos de luz y el barro para crear una atmósfera cargada de misterio.

Vecina a la heladera de Niko, cuelga una tela que ilustra ese mismo enigma mediante pinceladas negras inconclusas que dejan el dibujo al desnudo. Remo Bianchedi es, como yo, un extranjero en estas islas. Pero su obra, íntima y política, hace mención a sus años de militancia y, en este caso, a su compañero desaparecido muy cerca de acá, en su refugio isleño. Haroldo Conti, visto por última vez a los cincuenta y un años, moría de amor por el Delta a tal punto que dedicó su primera novela a “este río semejante a la eternidad”.

Miro el reloj. Por la ventana, el viento sopla las nubes y le hace un hueco al sol que lentamente empieza a caer. Saludo apurada, corro a frenar la lancha y de un momento a otro, mi puerto va quedando atrás hasta desaparecer por completo. Quietud. Es tarde y a bordo de la última embarcación del día, veo como la bruma se levanta y empaña los vidrios. Tengo frío y tiemblo al pensar que quizás esté abandonando la mística que solo este lugar me hizo sentir alguna vez.

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