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Hace unos cuantos años que la tengo de adorno en un rincón del living, atrapada entre un sillón y una biblioteca. Cada vez que paso me mira desafiante, como preguntándome cuándo la voy a sacar por lo menos a dar una vuelta. No tan desafiante como la mirada de mi mujer, que preferiría otro elemento de decoración, pero sí lo suficiente como para hacerme sentir un poco mal.

Texto: Juan Pablo Pizarro – Ilustración: Nicolás Bolasini

Más allá del polvo y las miradas, la bolsa está impecable y los palos son casi nuevos. Siempre me gustó el golf, pero nunca hubo un profundo amor a la camiseta. Y además tiene una contra no menor: en una salida de golf te entran dos partidos de fútbol. Dato clave a la hora de negociar en casa y elegir.

Y el otro día, en que la bolsa me miró con especial rencor, no pude evitar recordar cómo arrancó esta relación borrascosa con el deporte de la pelotita. Fue hace casi treinta años. Era la primera vez que con la familia a pleno nos íbamos de vacaciones a La Cumbre. Apenas llegamos, me desayuné que la vieja de unos conocidos me había anotado en un torneo de golf que era al día siguiente. Yo en mi vida había tocado un palo.

Madrugón, desayuno liviano y a los links. Mi viejo aprovechó los diez minutos que nos separaban del club para darme un curso acelerado. Que el drive para pegar largo, que el hierro cuanto más abierta la cara más levantás la bocha, que si vas a la arena no podés apoyar el palo, que ojo con hacerle fuerza o sacarle la vista. No registré nada de lo que me dijo.

Llegamos sobre el horario de salida y ahí esperaba mi contrincante con una bolsa de palos de luxe y un conjuntito de chomba más “lompa” pinzado más zapatos especiales de un blanco furioso. Y ahí estaba yo, con mi remera heredada, jean diez centímetros sobre el tobillo y unas llantas lisas que estaban a sólo una caminata de perder la suela.

Por suerte el flaco salía antes que yo. Así pude ver que para el primer tiro la pelota se pone arriba de una especie de honguito que se clava en el pasto. También aprendí que el palo no se agarra como si fuera un hacha y que el swing es un movimiento armónico que nada tiene que ver con entrarle a la número cinco con ojos cerrados y dientes apretados.

El muchacho peló guante y se lo puso en la mano izquierda. “Se olvidó el otro”, me acuerdo que pensé. Le pegó con enorme sutileza y en una décima de segundo perdí de vista la pelotita. Me llegó el turno. Pifié el primer intento y mi viejo gritó “papa aérea”. Instintivamente miré para arriba. Primeros murmullos. Después de cuatro golpes y otros tantos malogrados alcancé la línea del rival, que ya a esa altura se mordía los labios para no largar una carcajada.

El primer contacto visual con el viejo lo tuve recién cuando completamos ese primer hoyo. No hizo falta que abriera la boca para decirme que tal vez habría estado piola practicar por lo menos una vez antes de largarse a la competición.

De ahí en adelante fue un poco más de lo mismo. El otro pibe jugando derechito y yo zurciendo la cancha a fuerza de darle para cualquier lado menos a donde había que tirar. Supe descubrir músculos que ni sabía que existían y el viejo descubrió que la magia no se hereda.

El torneo era de nueve hoyos y mi rival terminó llevándose el primer lugar con récord de golpes. Mi score final también fue récord. Me quedé a la entrega de premios porque esperaba recibir algo. Por lo menos un reconocimiento, como le pasó a Eric Mussambani, el africano que casi se ahoga cuando compitió en los cien metros libres de Sidney 2000 y llegó media hora después que el resto.

Pero lo único que recibí fue el licuado y el tostado mixto que me compró el viejo a pesar del bochorno. La bolsa me espera. Mañana le paso una franelita como para que no se me ofenda y en cualquier momento la saco a dar una vuelta. Una vuelta como la gente.

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