Ser mamá forma parte de mi ADN. Crecí en una familia numerosa y jamás me pasó por la cabeza que no tendría hijos. Si el cuerpo no me diera la opción, los adoptaría. Fui una de esas nenas que jugaba incansablemente a las muñecas, les daba nombre, les preparaba la comida y cada noche las colocaba a dormir en una camita improvisada. A los doce años, nació mi hermanita del alma, a quien cuidé como si fuera la más especial de mis muñecas.

El tiempo pasó. La vida fue generosa y tuve los hijos que tanto había soñado. Marcos y Agus nacieron con tres años de diferencia y, si bien tuve noches de llanto duplicado, resfríos contagiados, maniobras en el supermercado y corridas desesperadas atrás de dos pequeños en la plaza, criarlos juntos fue relativamente fácil. Era otro mundo en muchos aspectos, incluido el político, el social y el cultural. Hace dieciocho años, recién surgía Internet en la Argentina y todavía no habían sido derrumbadas las Torres Gemelas de Nueva York. Para mis primeros dos hijos, fui una mamá demasiado organizada, autoexigente, determinada, que cumplía los horarios a rajatabla; sólo seguía los consejos que leía en los libros y las únicas recomendaciones implementadas eran las del pediatra.

Cuando Marcos tenía doce y Agus, nueve, llegó Gonzalo. La noticia que al mismo tiempo nos llenó de alegría, nos generó millones de dudas. La llegada de un nuevo miembro de la familia exigió muchísimas adaptaciones en la vida de todos, pero sobre todo en la mía.  La mamá de hijos en edad escolar tuvo que recuperar del pasado a una mamá casi primeriza y, desde ese momento, ponerla a jugar en ambas posiciones al mismo tiempo. Ni hablar de que en casa no quedaban rastros de los bebés que habíamos tenido. Cuna, ropa, carrito, bañera… nada. Todo había sido donado, regalado u olvidado. Casi diez años más tarde hasta el calendario de vacunación había cambiado. Los médicos eran otros; había más teorías, más remedios y, sobre todo, mucha más información. De repente, el terreno que antes había dominado tan bien se convirtió en arena movediza.

Implementar el nuevo ritmo con tres hijos de edades tan dispares fue muy difícil y hoy, siete años después, no puedo decir que sea menos desafiante. Todo sigue siendo intenso, con mucho juego de cintura y planificación, pero lo vivo de otra manera. Siento que soy muy diferente de aquella mamá que recibió a su primer hijo hace diecinueve años. Aprendí a respirar más profundamente antes de tomar decisiones, a escuchar más y a pedir ayuda. Me torné más flexible y tolerante; acepté que convivir con un poco de desorden no es tan grave después de todo, y permítanme confesar: me divierto mucho más.

Con más o menos hijos, con mayores o menores dificultades, todas las mamás terminamos recorriendo el mismo camino. Se trata de madurar, de crecer, de vivir la mejor vida posible dentro de la vida que no toca vivir y de ser felices junto a estas personas que tenemos el honor de llamar hijos, para que ellos, a través del ejemplo, también puedan hacerlo cuando les llegue su vez.

Pensándolo bien, probablemente, nada tuvo que ver el ADN en esta decisión de ser mamá con compromiso, y sí la experiencia de haber vivido desde siempre con una mamá súper especial como la mía.

Feliz día a todas las madres del mundo, a las madres que fuimos, a las que somos y a las que seremos.

 Texto: Gabriela Geminiani 

 

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