Podcast: Maritchu Seitún
La cosmovisión traída por nuestros padres, abuelos y choznos nos fue moldeando esa voz interior para hacer las cosas de una determinada manera. Así se eternizaron diversas costumbres, modalidades, estilos de relacionarse y de crianza que funcionaban en otra época y se perpetuaron a través de las generaciones pero que no supieron adaptarse a los nuevos tiempos.
En muchos temas, y especialmente en la crianza, estamos más cerca de hacer lo que podemos que lo que queremos. Quizás sin saberlo, tenemos madre, padre internalizados y hasta abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y choznos danzando adentro nuestro y dirigiendo nuestras decisiones, y ¡sin nuestro permiso!
¿Qué quiero decir con esto? Que como muchos aprendizajes de nuestra infancia fueron anteriores a la palabra hablada y no conscientes, solemos repetir sin revisar las pautas de nuestra familia. Salvo que algo nos haya molestado lo suficiente como para que tratemos de hacer exactamente lo contrario. Aunque esto tampoco resulta en una buena respuesta integrada, sino en una actitud oposicionista y algo infantil.
Ocurre entonces que, sin saber el origen de lo que hacemos, no podemos quedarnos un rato más en la cama a la mañana porque “desaprovechamos” la mejor hora del día, o trabajamos y nos sentimos culpables porque no ponemos a nuestros hijos en primer y único lugar en la familia. Nuestra mente tiene claro lo importante que es para todos nuestro trabajo, pero una voz interior no nos deja en paz con sus acusaciones: tu mamá estaba siempre en casa a la hora del té; la noche es para comer con los chicos, no para salir con amigas; para ser una buena madre postergá no sólo tus deseos sino también tus necesidades en aras de tu familia.
O… no alzamos a nuestro bebe para no malcriarlo, o no dejamos faltar a nuestra hija en sala tres, ni pasar un día sin bañarse, o hacemos un escándalo porque no quiere saludar o porque no termina su plato de comida. Por suerte esa voz interior a veces también nos alienta: el cielo es el límite, probá, no es grave equivocarse, tenés derecho a tener una carrera profesional, vos podés, decidí por tu cuenta, no importa si te equivocás, ceder una vez no es el fin del mundo.
Fuimos internalizando la cosmovisión de nuestros padres y así se armó nuestra voz interior. Como padres de niños y adolescentes estamos colaborando en el mismo proceso de nuestros hijos. Con el tiempo ellos van a tener criterio propio, pero para los más chicos sus padres somos sabios indiscutidos, y todavía no tienen la fortaleza interna suficiente como para no estar de acuerdo, por eso “compran” nuestras cosmovisiones de todo tipo, tal como hicimos nosotros en la infancia.
Pero así también se eternizan diversas costumbres, modalidades, estilos de relacionarse y de crianza que funcionaban en otras épocas y que se perpetuaron a través de las generaciones pero que hoy no necesariamente tienen sentido. Algunas son sólo anécdotas sin importancia ni trascendencia, como la historia de la familia que prepara la carne al horno cortándole la punta sin saber que lo hacen porque la bisabuela tenía una fuente de horno chica y no le entraba entera. Para poder averiguarlo –y así decidir si era una buena práctica o era mejor cambiarla- hubo primero que preguntarse y preguntarle a la mamá y a la abuela por qué lo hacían… o no preguntarse nada y seguir cortando la punta de la carne.
Pero hay temas muy serios que podemos dar por sentados, por costumbre, como autoritarismos, favoritismos, expectativas, machismo, culpabilizaciones, secretos familiares, violencia –ya sea física, sexual o emocional- actitudes irrespetuosas de la infancia o de la diversidad, actitudes elitistas, racistas y tantos otros “ismos” que quizás fueron importantes para la supervivencia en otras épocas pero que hoy no tienen sentido porque nos empobrecen como seres humanos.
Es fundamental que revisemos lo recibido, hagamos una buena síntesis personal y transmitamos lo que queremos transmitir nosotros después de haberlo revisado y de haber hecho el indispensable duelo por aquello que no nos gustó y por lo que nos hubiera gustado y no fue posible.
A menudo es más fácil seguir haciendo lo mismo sin revisarlo, seguir sintiéndonos sostenidos y avalados por la vieja estructura, y no conectar con el dolor de nuestra infancia o armar nuestra propia y personal estructura de sostén, más acorde a nuestra identidad, a nuestra familia actual, a nuestros valores.
No repitamos todo sin revisar pero tampoco tiremos al bebé con el agua del baño, rechazando indiscriminadamente todo lo que recibimos; seguramente haya en nuestra relación con padres y abuelos infinidad de cuestiones muy valiosas que vamos a querer conservar y sostener y otras –a veces pocas y otras muchas- que vamos a intentar hacer de forma diferente.
A la hora de revisar esa familia que nos tocó miremos a nuestros padres y abuelos dentro del contexto en el que ellos crecieron y criaron a sus hijos. Seguramente nuestros padres hicieron lo mejor que pudieron en ese momento, en esas condiciones, y no se trata de enojarnos y acusarlos de que nos arruinaron la vida, y seguir reclamando día tras día. Mientras reclamamos, el proceso interno se detiene porque no hacemos el duelo de la familia que nos hubiera gustado tener ni hacemos así lugar adentro nuestro para aceptar la que nos tocó, con sus luces y sus sombras. Al estar varados tampoco intentamos cambiar, no queremos soltar esos reclamos porque queremos que ellos cambien, se disculpen, nos den finalmente aquello que no pudieron o no quisieron darnos antes sin darnos cuenta que se nos va la vida en esos intentos. Se trata, como adultos, de hacernos cargo de nosotros mismos y de nuestra felicidad, y dejar de buscar hasta encontrar culpables para nuestros problemas, fracasos y frustraciones.
Hacernos cargo no significa no hablar en absoluto de nuestras viejas heridas, sino saber cuáles temas vale la pena encarar y cuáles no. A menudo de esa charla –siempre y cuando no sea un reclamo airado que no nos permite plantear con claridad y escuchar- puede salir un pedido de disculpa de nuestros padres o podemos darnos cuenta de que eran infundados nuestros miedos o quejaS.
Cuando a un niño le pedimos que dibuje una familia cualquiera tiende a dibujar su familia ideal. Es notable como esa familia ideal es diferente a la propia: los que son hijos únicos dibujan familias numerosas y los hijos de familias numerosas dibujan hijos únicos. Tendemos a idealizar el jardín y la familia del vecino, y a ver los defectos de la nuestra.
Tomemos lo bueno que nos dieron sin quedar atados al enojo o al dolor de lo que nos faltó, enojo y dolor que nos dejan varados sin posibilidad de hacer hoy algo diferente con nuestros hijos.
Tampoco caigamos en el otro extremo, creyendo que ellos fueron perfectos y no tenemos nada que mejorar, no sería realista de nuestra parte.
Las cosas se complican cuando armamos una nueva pareja y los legados familiares que cada uno aporta como leyes inamovibles son distintos: ¿hay que terminar el plato, o no es importante?, ¿la plata la administra el hombre, o la mujer?, ¿a los chicos se les pega o no?, ¿es importante la excelencia académica o el tiempo para jugar y la creatividad? Los temas para discutir y acordar son muchos y el primer paso para lograrlo es que entendamos que nuestras “leyes” quizás no sean tales, por lo menos no todas, sino sólo criterios familiares que creíamos que eran leyes y que hoy, como adultos, podemos conservar como revisar, cambiar, enriqueciéndonos al integrar dos cosmovisiones diferentes en lugar de batallar para hacer valer la propia, y lograr armar una nueva cosmovisión para nuestra familia.