Crónica de cuatro días en la montaña andina, recorriendo 43 kilómetros a pie hacia la ciudad sagrada de Machu Picchu. Un desafío tan místico como real.
Texto y fotos: Sofía Stavrou
Día I: Wayllabamba
Es temprano y siento cómo la humedad del enero cuzqueño me penetra la piel. El punto de encuentro es en la Plaza de Armas a las 5:45. No estoy sola: me acompaña mi amiga Doli y veinte aventureros más. Hay otros argentinos, franceses y un australiano. El Chino, como le dicen sus amigos, es el guía que va a acompañarnos durante los cuatro días. Nos forma en una ronda y nos da la bienvenida: dice que el pronóstico anuncia buen tiempo, pero que estemos preparados porque en la montaña nunca se sabe qué puede pasar.
Subimos a la camioneta que nos lleva hasta el kilómetro 82 donde empieza exactamente el Camino del Inca. Los pies comienzan a estar más calientes y mi cuerpo deja de temblar. Antes de llegar, hacemos una parada en Ollantaytambo, un pueblo arqueológico que hace de base a los caminantes antes de empezar la travesía.
En el punto de partida, pasaporte en mano y después del check-point obligatorio, estamos listos. Un puente de hierro y madera gastada, cruza el río Urubamba y une nuestra tierra firme con el mundo desconocido que espera del otro lado. «No miren para abajo» grita el Chino cuando el grupo acelera la marcha hacia las maderas colgantes. Yo prefiero no mirar para atrás.
Antes de avanzar, el Chino nos invita a agarrar una piedra del camino y nos pide que la guardemos hasta el final del recorrido. Hacia el fin de la tarde bordeamos el río Vilcanota y llegamos al primer campamento en Wayllabamba. Conocemos al resto del equipo que nos acompaña en silencio y siempre varios pasos más adelante que nosotros: el cocinero, los porteadores y los carperos. Son varios. No usan zapatillas de trekking ni borcegos de montaña. Ni siquiera medias. Ellos andan y desandan el camino en una especie de sandalias gastadas de caucho que dejan al descubierto sus pisadas. No puedo evitar mirarles los pies: la piel curtida, oscura y arrugada que no pasa de los treinta años, las uñas moradas, las cicatrices en cada dedo. Y ahí están, parados uno al lado del otro, en un semicírculo, recibiéndonos con una sonrisa tímida y una comida que es una delicia para el hambre de montaña. Un mimo para el alma. Después de una sopa de verduras y pollo, es hora de descansar los músculos adentro de la bolsa de dormir.
Dia II: Pacaymayo
Nos despiertan temprano. Tan temprano que sólo llega una luz tenue del otro lado de las cumbres. El pasto todavía está mojado y la madrugada es fría. Hay té de coca y chocolate caliente. También bananas, naranjas y pan con manteca y dulce. El Chino nos advierte que es el día más difícil del recorrido: nos esperan 8 horas de ascenso hasta el punto más alto del camino.
Los escalones de montaña van aumentando de altura a medida que ascendemos: me pesan las piernas y ya no siento la mochila sobre la espalda. Todavía nos quedan 3 horas más hasta llegar a WarmiWañusca, o el “Paso de la Mujer Muerta”, como lo llaman los locales.
Finalmente, pisamos los 4.200 metros de altura. Siento una mezcla de emoción y adrenalina. Me cuesta tomar aire. La vista es alucinante, a pesar de la tormenta. Ahora sólo nos queda el descenso de una hora y media para llegar a la base de campamento de Pacaymayo.
Ya es de noche y afuera hay una bacha larga con algunas canillas para lavarse la cara y los dientes. El agua sale helada. Después de una sopa de quinoa y un plato de carne con pasta, hay tiempo para sobremesa de chistes cordobeses y té con miel.
De a poco el cuerpo vuelve a estar tibio y los músculos empiezan a aflojarse. Paró de llover y antes de entrar a la carpa miro el cielo: empiezan a desaparecer las nubes de tormenta y quedan al descubierto millones de estrellas. Y la luna. Una luna blanca y redonda en medio de un silencio tan místico como desafiante.
Día III- Wiñaywayna
La luz del sol se filtra por la tela de la carpa y escucho los pájaros. Enrollamos las bolsas de dormir y preparamos las mochilas otra vez para un nuevo día. Hoy serán 15 kilómetros, caminando alrededor de 9 horas. El camino del tercer día atraviesa a lo largo un bosque denso y tropical. El paisaje es diferente, la vegetación comienza a ser más diversa y hay flores de colores brillantes.
Caminamos hasta sorprendernos con el complejo de Phuyupatamarca, o “el pueblo entre las nubes”. La vista a la cordillera andina es imponente. El Chino relata que antiguamente los Incas acudían a este complejo para sumergirse en sus baños naturales, que purificaban el cuerpo y el espíritu.
Después de tres horas de descenso y casi de noche, llegamos a Wiñaywayna, el último campamento. Es la misma base de montaña en donde una avalancha de agua y rocas sepultó a una argentina en 2010. También un guía perdió su vida en el mismo alud. Le preguntamos al Chino si él lo conocía, pero se le entrecorta la voz cuando intenta respondernos y nos dice que mejor prefiere no hablar de eso.
Esta noche hay más silencio de lo normal en las carpas de alrededor. Por primera vez tengo miedo. Afuera, el viento del diluvio es tan violento que golpea la carpa y tenemos la sensación de salir volando en cualquier momento. Apago la linterna. Busco adentro del bolsillo húmedo del pantalón que está enrollado a un costado. Mi piedra que levanté al comienzo del camino, sigue ahí. La envuelvo con fuerza en mi mano derecha y cierro los ojos.
Día IV- Machu Picchu
Nos despierta la voz del Chino, desde afuera de la carpa. Estamos vivas, es lo primero que pienso. Son las 4 de la madrugada y nos levantamos con más entusiasmo y ansiedad que los otros días. Durante el desayuno espío a mis compañeros de equipo por encima del borde de mi jarrito de chocolate. Mañana no voy a volver a despertarme entre la naturaleza, ni voy a compartir una mesa con ellos, tampoco voy a tener las medias húmedas y olor a ropa sucia. Mañana el perfume de la montaña a la madrugada va a ser sólo un recuerdo.
Camino primera, con el Chino, a un paso acelerado. El sendero es angosto. Tenemos que llegar a las 6 a Inti Punku, “la puerta del sol”, por donde vamos a entrar a la ciudad Inca. Estoy más despierta que nunca, a pesar de las pocas horas de sueño y de ser el cuarto día de un desafío extremadamente intenso. Pienso en las huellas. En las miles de personas que transitaron el mismo camino.
Apuro el paso todavía más. Empiezan a asomarse los primeros rayos de sol atrás de una montaña que reconozco de lejos. Mi corazón empieza a latir más rápido, no puedo evitarlo. “Les dije que iba a salir el sol”, dice el Chino orgulloso.
Amanece en Machu Picchu. El sol de enero entibia de a poco la piel curtida y relaja los músculos agotados de cada parte del cuerpo. Me olvido del dolor de panza, del cansancio, del pelo sucio, de los pies húmedos. Me cuesta respirar nuevamente, pero ésta vez no es por la altura, sino por la emoción que me provoca este momento.
Las ruinas intactas de la ciudad sagrada, declarada Patrimonio Mundial por la Unesco en 1983, no dejan dudas sobre el intelecto y la grandeza espiritual de la civilización Inca hacia el siglo XV. El Chino nos cuenta que ahí habitaba una población distinguida: futuros líderes del imperio, nobles, sacerdotes y candidatos al gobierno. Actualmente son muchos los viajeros que se acercan sólo para vivir en carne propia la energía especial que transmite este lugar.
De repente me acuerdo de mi piedra, la misma que el guía nos pidió que buscáramos el primer día y que conserváramos hasta el final del recorrido. Pero se olvidó de explicarnos qué hacer con ella y no quiero interrumpirlo. Casi en secreto, prefiero dejarla en mi bolsillo: será la prueba visible que me recuerde el esfuerzo y la alegría del camino a Machu Picchu.