Cuando explotan las agendas, aturden las alarmas y empiezan a asomar los adornos rojiverdes, en las cabezas se instala una pregunta muy corta: «¿Ya?». Mientras todos corren, nosotros decidimos si este año también nos vamos a olvidar…
Texto: María José Campos Arbulú
Planes que parecían tan ambiciosos, objetivos laborales que sonaban a quimeras, metas personales. Tanta fue la expectativa puesta a principio de año que el final se acerca caminando un poco tuerto, agotado. No pudo haber llegado el momento explosivo del año, ése que viene cargado de encuentros familiares, aniversarios, boletines, vacaciones, finales.
De repente llega el 25 y otra vez la Navidad se convierte en ese momento en que nos preguntamos por qué la juntada se hace en el mismo lugar y si la ensalada que llevo alcanzará para todos. Luego llegan los regalos, y sentimos que terminó la Navidad. Y recién en ese momento empezamos a relajarnos.
Y en esta vorágine de obligaciones nos perdemos lo más lindo de fin de año, el cierre real de un período compuesto por doce meses, cuatro estaciones y un par de cicatrices más. Es que no es casualidad que esté al final: la Navidad es paz. ¿En qué momento del año uno festeja un amor más desinteresado? Un cumpleaños o un casamiento ni siquiera se comparan con la trascendencia de un Dios que, teniendo todo, elige hacerse uno de nosotros y vivir en carne propia nuestros problemas: cansarse, tener hambre, trabajar, llorar. Nada más y nada menos que para acompañarnos más de cerca, para marcarnos el camino con su propia voz y su mirada tranquila.
Si me hubieran preguntado habría dicho que no quería que Dios hiciera eso por mí. Que no lo merezco, que no lo valoro, que no lo entiendo. Suerte la mía que nadie me preguntó. Que Dios solito eligió mandarnos a su propio Hijo. Noche gloriosa la de aquél milagro en la que Dios bebé entró al mundo para sacarnos los ojos de las agendas y devolvernos su mirada indefensa, tranquila, serena. Sin prejuicios ni distinciones. Su mirada que invita a olvidarnos de las mil cosas que hay que hacer. Esos ojitos chiquitos que miran y penetran, que desnudan el alma. Que nos preguntan solamente si queremos levantarlo, acariciarlo y devolverle nuestra vida para que Él pueda llevarnos con calma por el camino que Dios planeó para nosotros desde siempre.
Entonces, ahora, con tiempo, respiro y decido: ¿este año también me voy a olvidar de por qué festejamos la Navidad?