Immaculée Ilibagiza tenía 22 años cuando en Ruanda, su país natal, se desató una de las matanzas más feroces de la historia. Su increíble historia de oración y perdón dio la vuelta al mundo. Charló con nosotros y volvió a emocionarnos.
Hace un par de años visitó nuestras oficinas de @eidico para dejarnos un testimonio impactante, de esos que dejan una huella muy profunda. Después de haber sobrevivido al terrible genocidio ruandés de 1994 encerrada en un baño junto a otras siete mujeres y de haber perdido a casi toda su familia, su casa y la tranquilidad en la que vivía en su aldea rural, la historia de Immaculée Ilibagiza sobresale por encima del resto por haber sido capaz de perdonar tanto dolor. Está convencida de que este fue el único camino posible para vivir en paz y encontrarse con el verdadero propósito de su vida. Nos contactamos nuevamente con ella y le propusimos una charla distendida por IGTV. Este es el resultado.
Immaculée creció en un lugar muy lejos de donde vive hoy. Ruanda es un pequeño país de África con una belleza extraordinaria. Lagos, montañas y una vegetación abundante enmarcan este territorio de eterna primavera. Creció dentro de una familia católica de tres hermanos varones, en la que sus padres, ambos maestros, procuraron protegerla siempre de ese odio racial entre las dos tribus de esta tierra, Hutus y Tutsis.
En la Semana Santa de 1994, cuando ya estaba estudiando en la universidad a unos cuantos kilómetros de su aldea, todo cambió para siempre. Mientras ella pensaba aprovechar esos días para ponerse al día con su estudio, una carta de su padre le imploró que volviera. Tenía 23 años y nunca se imaginó lo que estaba a punto de vivir.
Un baño, su refugio para vivir
De las divisiones políticas, estuvo siempre muy resguardada. De hecho, asegura, que no tenía ni la más remota idea de lo que quería decir la palabra “genocidio”. Es verdad que había una radio estatal Hutu en la que se rumoreaba que era necesario eliminar a todos los Tutsis, la tribu a la cual pertenecía, pero el lenguaje era tan burdo que se le hacía difícil creer en esas amenazas, y eran causa de bromas entre sus compañeros de estudio.
Pero ese 7 de abril, mientras estaba durmiendo en lo de sus padres, Damascene, uno de sus hermanos, la despertó sorpresivamente anunciándole que el presidente Hutu había muerto. Sabía que el peligro era inminente y debían huir, esconderse, si no querían morir. La consigna del gobierno fue que nadie se moviera de sus hogares, pero ese día su casa estaba abarrotada de gente en busca del consejo de su papá, un gran líder en la comunidad, sobre qué debían hacer.
El miedo sobrevolaba el ambiente, y su padre puso en sus manos su rosario, ese que tanto quería, y la mandó a esconderse a lo de un pastor protestante amigo de la familia. Todos querían que “la niña de la casa” estuviera a salvo. “Yo sentí que era una despedida, que mi padre me estaba diciendo que no nos volveríamos a ver. Sabía en el fondo del corazón que era el final”. Pero también sabía que ese rosario sería su principal arma para protegerse de todo peligro.
Al llegar a lo del pastor, todo el mundo parecía estar enterado de lo que estaba ocurriendo en Ruanda menos ella. El pastor la escondió en un baño minúsculo junto a otras siete mujeres más con el riesgo que implicaba que un Hutu buscara salvar a Tutsis del plan sistematizado del gobierno para acabar con esa tribu.
La liberación del perdón
Immaculée tenía una buena razón para estar enojada y querer vengarse de sus enemigos. Pero en la medida en que ese odio iba creciendo, en su corazón se libraba una batalla igual o peor de la que ocurría afuera con palos y machetes, entre Tutsis y Hutus.
“Mi ira me estaba obsesionando, enfermando. Estaba dispuesta a matar gente. Y cuando rezaba sabía que Dios quería que perdonara, aunque tuviera buenas razones para estar enojada, Él me animaba a intentar perdonar”. En medio del enojo y del sufrimiento, Immaculée se propuso rezar para volver a ser inocente y poder perdonar. Confió y se entregó a Dios.
Pensar en Jesús como ser humano, pensar en el sufrimiento en su camino hacia la cruz, en los maltratos que recibió y en que nunca se había quejado, la ayudó a empezar a sanar su interior. Pensaba en el ladrón que le pide compasión, y buscaba desesperadamente la forma de perdonar. “Me puse en manos de Dios y le pedí que Él se ocupara. Desde ahí fue un nuevo capítulo”.
Para los que seguimos encerrados, el mensaje de Immaculée fue: “No se den por vencidos, no dejen que el enojo les gane. Si algo te enoja demasiado, entonces capaz es hora de renovar la confianza en Dios. Cuando soltamos el enojo y nos liberamos, podemos ver este momento como una oportunidad”.
Haciendo carne el Padrenuestro
En ese baño diminuto, Immaculée se la pasaba invocando a Dios, necesitaba saber si estaba ahí con ella. Rezaba insistentemente el rosario de su padre, pero al principio se salteaba la parte del Padrenuestro que decía “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. No estaba preparada para perdonar tanto maltrato. “No podía pronunciar esa oración porque no quería mentir, ni hacer enojar a Dios”. Hasta que un día ocurrió el milagro. Mientras estaba rezando, se fue dando cuenta que esta oración estaba hecha por Dios y no por el hombre, y que el perdón venía del Cielo. Debía pedir para ser capaz de perdonar, pero con renovada confianza, sabiendo que la paz venía de lo alto. Sólo así pudo volver a recitar el Padrenuestro completo.
Y Dios, que siempre se conmueve con la oración de los que rezan con fe, le hizo ver que Él se ocuparía de todo. Un día, desde el baño, podía escuchar cómo los asesinos la llamaban por su nombre. Eran los vecinos de toda la vida, podía reconocer sus voces, y el odio que los invadía. La casa del pastor estaba rodeada por, al menos, 300 hombres con machetes que buscaban a Immaculée. Revisaban cada ambiente de la casa, y miraban furiosos debajo de las camas y en todos los rincones posibles. “Yo rezaba para que Dios no dejara que los asesinos encontraran la puerta del baño, pero a la vez lo cuestionaba pidiéndole que me demostrara su presencia”. En ese momento, uno de los asesinos, rendido después de haber hurgado por toda la casa, le dijo al pastor que confiaba en él y se fue. Sin duda, Dios estaba con ella y la escuchaba. Desde ese momento, Immaculée le pide que no dude más y que confíe plenamente.
Por cada pena, un propósito
Immaculée sabía que si de ese baño salía con vida, seguramente se encontraría sola y necesitaba prepararse para enfrentar ese escenario. Para poder encontrar un trabajo y contar su historia, debía aprender inglés. “En el momento en que pude perdonar y mi enojo se fue, pude pensar en otras cosas sin sentimientos que me bloquearan. Con esa claridad mental que da el perdón, me pregunté qué iba a hacer con mi vida, y supe que tenía que aprender inglés”. Le pidió al pastor un libro en inglés y un diccionario. Ahora tenía un nuevo propósito: estar lista para encontrar un trabajo cuando fuese posible.
En esos tres meses de encierro, Immaculée aprendió muchísimo sobre la vida y la fe. Efectivamente, al salir del baño supo que casi toda su familia había sido asesinada. Amigos, vecinos, compañeros de la universidad, todo había quedado en el pasado. Pero tenía una certeza profunda, Dios estaba con ella, y Él guiaría sus pasos. Nunca más se sentiría sola. “Estamos en la tierra por muy poco tiempo. Tenemos que amar lo más que podamos, y debemos ser felices, sacarnos el enojo de adentro”.
Nuestra Señora de Kibeho
En 1981, la Virgen María se apareció en un colegio secundario de Ruanda y predijo el genocidio. Su mensaje fue “recen mucho el rosario”. El genocidio ocurrió pero Immaculée tuvo la mejor arma: el rosario de los siete dolores, en el que se reviven los siete momentos más dolorosos en la vida de María. “Mi mensaje es que recen, recen mucho. Se encuentra la felicidad en el rezo porque Dios y nuestra Madre nos escuchan. Recen al menos un rosario por día, lean la biblia, vayan a misa. Pidamos que nos proteja de la pandemia. La Virgen dijo que escucharía especialmente las lágrimas de las madres”.
Aimable, reconciliado con el pasado
Cuando ocurrió el genocidio, su hermano mayor Aimable, se encontraba estudiando en Senegal, y pudo volver a su país luego de que todo había ya ocurrido. Los dos hermanos firmaron un acuerdo tácito en el que no hablarían de su pasado porque era demasiado cruel como para revivirlo. Al principio, a Aimable le costó muchísimo entender y aceptar la realidad. Eran los dos únicos sobrevivientes de una familia Tutsi, y él ni siquiera había podido despedirse de cada uno.
De hecho, su hermano terminó de comprender lo que en verdad había ocurrido tras leer su libro “Sobrevivir para contarlo”. “Un día me llamó su mujer, y me contó que el libro lo había cambiado, que había empezado a sanar. Él no quería hablar del pasado, y en parte escribí el libro para que él también pudiera sanar”.
“No se den por vencidos”
Antes de que terminara la charla, le pedimos que nos dejara un mensaje final. “Cualquier cosa que nos quite la paz interior, hay que sacarla, y para eso hay que rezar. Si no rezamos, Dios no vive en nuestros corazones. Realicen actos de amor, incluso si no son creyentes, la vida es un regalo, si la entregamos a los demás, viviremos mucho más felices”. Gracias Imma por tu enorme testimonio, por tu valentía en el perdón, por enseñarnos que tenemos el poder para ser felices.
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