Por María Inés Rodríguez Dávila (@dra_mariainesrodriguezdavila)

Pocos momentos en la vida de una mujer, la convocan a plantearse un “antes y después” tan intenso, como el que ocurre ante la llegada de la maternidad. Nada de lo pensado y mucho menos lo planeado, se asemeja al ideal inicial. Ser mamá implica aprender a surfear olas hawaianas, cuando sólo hay referencias sobre el chapoteo seguro en la orilla.

La maternidad nos invita a vivir con cintura y para toda la vida, las grandes dicotomías del afecto y la emoción. Si, la maternidad es blanco y negro, negro y blanco. Lo más difícil es lograr que, ambas caras de una moneda, convivan —casi en simultáneo— para siempre.

Así vamos las mamás por el mundo, alternando los sentimientos que nos provocan alegría y orgullo, que afloran cuando vemos crecer a nuestros hijos, y los que nos encierran a llorar en soledad cuando nuestros pichones nos dicen, por ejemplo, que intentarán emprender el vuelo sin nosotras.

¿Pero, quién nos quita el privilegio de amar así? Nada, ni nadie. Conocemos, cuando los hijos llegan a nuestra vida, el afecto incondicional más genuino e inacabable que un ser puede experimentar. ¡Y qué bien se siente! Aún cuando convivimos con malos momentos, contratiempos, preocupaciones y hasta dolor.

Amar así nos fortalece, nos invita a repensarnos y a trabajar nuestras zonas erróneas, porque los hijos son como espejos; al mirarlos, vemos nuestra propia historia, los grandes defectos, los miedos más profundos y las frustraciones ocultas. Los hijos destapan el psiquismo, y ahí, de cuerpo al viento, no nos queda más remedio que mirar hacia adentro.

Las madres enseñamos, pero créanme que mientras lo hacemos, aprendemos el doble. Y si nos preguntamos cuáles son nuestros hijos maestros, la respuesta es: cada uno de ellos. Todos nos conectan con los hilos que sostienen el alma; y nos permiten caer y levantarnos una y mil veces.

La maternidad es fuerza, es coraje, es pánico y temor. La maternidad nos llena de vulnerabilidad, pero nos permite conocer las garras más poderosas con las que contamos para la defensa de nuestra cría.

Y no importa la edad, da igual si crecieron, si nos necesitan menos, si estamos presentes o a un mar de distancia. Son y serán siempre nuestra vida, porque de eso se trata la maternidad.

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