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No elegimos a nuestra familia, pero sí elegimos amarla tal y como es. De eso se tratan los verdaderos vínculos.

No recuerdo qué había hecho mi hijo, sólo recuerdo que lo reté y que esa noche se dio vuelta en la cama protestando por el padre que tenía. “Yo no te elegí”, fue su contundente afirmación. Lo miré sorprendido y le dije: “Yo tampoco te elegí”. Su mirada cambió; a sus ocho años no esperaba esa respuesta. “Quisimos tener un hijo y llegaste vos”, completé la frase. Han pasado muchos años de aquel episodio y sigo pensando sobre esa noche.

Pasamos el mayor tiempo de nuestras vidas queriendo elegir. Elegimos gobernantes, colegios, amigos, pareja, pero algunas de las relaciones más importantes que tenemos no las elegimos, sino que nos vinieron de arriba: padres, hijos, hermanos, primos, tíos y abuelos son los que nos tocaron y con ellos compartimos la vida; son nuestra familia. ¿Y si no nos gustan? ¿Tenemos que quererlos obligatoriamente?

De ancestros y padres
Somos quienes somos por la suma de casualidades y causalidades que hizo encontrarse a nuestros antepasados y, especialmente, a nuestros padres. De ellos nos viene la vida, por ellos nacimos en un lugar y tiempo determinados. Como dice Joan Garriga Bacardí en su libro ¿Dónde están las monedas?, el primer paso hacia la felicidad implica aceptar a los padres que tenemos, con sus aciertos y errores; vivir sin rencores, agradecidos; amarlos y abrazarlos aun si ellos no nos abrazan. No hay nada que podamos cambiar en nuestra historia, sólo aceptarla, hacerla propia y desplegar nuestra vida para escribir nuestro libreto. Agradecer que existimos es reconocer a nuestros padres, nuestra primera familia, piedra fundamental de lo que somos.

Bajo el mismo techo
La vida también nos regaló hermanos y primos. Con ellos crecimos, peleamos y jugamos. Fueron nuestros primeros amigos y enemigos, tironeando por algún juguete o por un rato de atención de mamá y papá. Testigos de nuestros dolores, cómplices de nuestras travesuras, conocedores de nuestros secretos. Parecidos en muchas cosas y tan distintos en otras. Con ellos aprendimos a agrandar la palabra “familia”.

Los que nos preceden
Más adelante, como fruto de una pareja que se ama, llegan los hijos, esperados, de sorpresa, con un pan bajo el brazo o sin nada. Son la experiencia más plena del amor. Cuando nace un hijo, uno descubre una capacidad de amar que no sabía que tenía hasta que tiene en sus brazos a esa criatura chiquita, entregada a todo.

Cuando aquella noche mi hijo se quedó perplejo, lo miré a los ojos y le dije: “Yo no te elegí, pero el de arriba, el que todo lo sabe, es tan inteligente que te hizo tal cual como yo te soñé, y te elijo cada día”. Se escondió entre las sábanas, pero pude intuir su sonrisa disipando su enojo.

Los hijos cierran el círculo porque en ellos entendemos que la familia no es un tema de sangre, sino de amarnos de manera tal que nos elijamos cada día. Yo no soy el mismo de ayer ni de hace años, y en el desarrollo de mi ser voy cambiando, al igual que mis hijos, mis padres, mis hermanos, mi mujer, mis amigos. Elegirnos no es estático, es dinámico, vital, fluido y permanente. Elegir a alguien como es se llama amor, y con ese amor se sostiene una familia. Si no, se trata sólo de compartir un techo.

Dos secretos: amar y perdonar
Dejarse amar
Sufrimos mucho porque amamos mal, por esperar que el otro nos ame del modo que esperamos, y no sabemos ver que nos ama a su propio modo, como mejor le sale. Por esperar lo que no nos dan, nos perdemos todo lo que sí nos dan, y el amor se esfuma sin ser percibido. Esto frustra: el que ama no se siente reconocido y el amado no se siente querido. Aprender a amar a nuestro propio modo y dejarnos amar al modo del otro es el primer secreto de cualquier relación profunda. Te amo a mi modo y acepto tu modo de amar, y nos encontramos en el medio siendo cada uno objeto de amor: padres e hijos, abuelos y nietos, amigos, esposos.
El verdadero amor perdona
Así canta la canción de Maná. Pedir perdón y perdonar son las dos caras de una misma moneda, imprescindibles para toda familia. Pero no siempre sabemos hacerlo bien. Pedimos perdón, pero de manera incompleta. “Perdoname, lo que pasa es que me hiciste enojar…”. Lo que viene después del “pero” sobra. “Perdoname” debería terminar en lo que yo hice mal, y no debería seguir con un reto o con un reclamo al otro. El pedido de perdón debe ser genuino e incondicional.
“Te perdono, pero que no se repita…”. Otro condicional, ahora para perdonar. Perdonar es simplemente abrazar, volver a recibir al otro, al que habíamos perdido. Soltar nuestra ofensa, largar el rencor, volver a vincularnos, a atarnos al otro con un nudo más fuerte que antes. El envión del amor nos pone en un lugar mejor que el anterior porque crecimos aceptándonos imperfectos y se renueva el amor.

Compañeros de viaje
Cuando nos elegimos como compañeros de un mismo viaje nos convertimos en familia. No por imposición, sino por una reelección permanente. Entonces no nos une tener la misma sangre, nos une el amor. No importa el tamaño, o la forma; familia al fin, unidos para agradecer, celebrar y compartir la vida y, por qué no, también la eternidad. 

Texto:
EDUARDO CAZENAVE

El autor es filósofo,
Director General del Magno College y profesional en Fundación Padres. 

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