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Reflexionemos ante la proximidad de la Navidad y uno de sus sentidos más profundos: la intervención de Dios en la historia. Navidad significa nacimiento de la vida. de una nueva vida, la eterna y definitiva.

Texto: Pablo Augusto Marini

Seguramente muchos de ustedes recordarán un foto que, hace poco, recorrió el mundo: la del papa Francisco abrazando en la plaza de San Pedro a un hombre que sufre de una rara enfermedad llamada neurofibromatosis, una condición dolorosa que desfigura la piel y las articulaciones.

Las reacciones frente a esa imagen fueron muy variadas. Las redes sociales y los portales virtuales “estallaron” en comentarios de todo tipo. Mientras muchísimos veían favorablemente el gesto del Papa, dando cuenta de la conmoción que les había provocado, otros tantos miles también se preguntaban -no sin ironía y, a veces, con doloroso sarcasmo- “por qué, si Dios existe, entonces deja que una persona sufra de esa manera”, o también, “por qué el papa no hacía un milagro” o se preguntaban socarronamente si el papa, después de saludarlo tan afectuosamente, “lo había curado o no”. Y así podríamos seguir con este tipo de cuestionamientos. Desde que el mundo es mundo hay personas que ven “el vaso medio lleno o medio vacío”. Y tiene toda su lógica. El dolor, el sufrimiento y la muerte siempre “han dividido las aguas”. Ya sea que los medios masivos nos pongan instantáneamente ante el dolor de cientos de miles…o de uno solo, cada vez que eso pase, se renovarán estos planteos existenciales, las preguntas sobre si alguien “nos cuida” o si estamos “por nuestra cuenta”, si el sufrimiento tiene algún sentido, o es un espantoso y oscuro enigma irresoluble para el hombre.

Para los cristianos la Navidad responde claramente a este dilema. Una fiesta que no es, por cierto, una mera “reunión familiar”. Sabemos que el mundo no tiene problema en celebrar la Navidad mientras esto no implique nada “religioso”, mientras se trate simplemente de enternecerse sensibleramente frente al nacimiento de un niño pobre, mientras se crea que el “espíritu navideño” es “intentar ser buenos por 24 horas” como nos muestran todos los años esas empalagosas películas “jolivudenses”. Mientras se trate de todo eso, o de mercadotecnia, no hay problema. Se puede festejar con la misma rutina y afectado entusiasmo “Halloween”, “Navidad”, o…el “Día del estudiante”. Lo importante es que lo pasemos bien. Y algunos ni eso logran, porque se deprimen en las fiestas.

En realidad la Navidad es otra cosa: se trata de que “Dios ha nacido”, es un Niño divino, pero no un niño como todos los demás niños que “son divinos”, como dicen las abuelas. Se trata de la intervención de Dios en la historia. Se trata de que Dios no es indiferente al dolor y al sufrimiento humano. Dios -para decirlo rápido- no abandona.

Sin embargo…¡qué contraste entre la dulzura de ese Niño envuelto en pañales en brazos de la Virgen y el rostro deformado del hombre abrazado por el Papa! ¡Qué contraste entre la bondad e inocencia de esa “Nochebuena”, y la maldad imperante en nuestras “nochesmalas” de dolor, pecado, sufrimiento y, finalmente, muerte!

Pero se debe percibir que es, de alguna manera, el mismo contraste que se dio en la vida de ese misterioso Niño Divino. Un niño que nace en medio de la bondad, la santidad y el júbilo de ejércitos celestiales y de la inocencia de los más humildes, como los sencillos pastores. Y un niño que -ya adulto- “se hará” dolor y sufrimiento por todos nosotros, y “rostro deformado” en la Cruz, como profetizó Isaías, porque “no hay en él parecer, no hay hermosura para que le miremos” (Is 53, 2). Y entonces el contraste que veíamos antes, ya no lo es tanto.

Recordemos que “Navidad” significa en español “nacimiento de la vida” y que su declinación latina “nativitate” podría traducirse como “nacimiento de la vida para ti”. ¿De qué vida se habla aquí? De una vida nueva, la eterna y definitiva. Y los milagros que Dios hizo y sigue haciendo en la historia son un “vistazo” a esa “nueva creación” inaugurada por la muerte y la resurrección de Cristo.

Este año, cuando contemplemos al Niño en el pesebre, reflexionemos entonces sobre estas verdades: la Encarnación del Verbo, la intervención milagrosa de Dios que se ha hecho uno de nosotros. Para hacernos saber que, definitivamente, no estamos solos. Que desde que Jesucristo bajó a la tierra, el dolor y el sufrimiento no tienen la última palabra. Porque “Dios mismo estará con ellos [los hombres], y les enjugará toda lágrima de sus ojos; y la muerte no existirá más; no habrá más lamentación ni dolor, porque las cosas primeras pasaron” (Ap 21, 3-4).

Para pensar
El Señor está presente. Desde este momento, Dios es realmente un “Dios con nosotros”. Ya no es el Dios lejano que, mediante la creación y a través de la conciencia, se puede intuir en cierto modo desde lejos. Él ha entrado en el mundo. Es quien está a nuestro lado. – Benedicto XVI

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