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El inolvidable padre Leonardo Castellani decía aquello de “leamos a los clásicos, no hay tiempo para más”. Sería bueno seguir esa consigna. Pero, ¿cuál es el fundamento del acierto de ese consejo?

Texto: Pablo Marini

Etimológicamente, la palabra latina “classicus” designaba al ciudadano que, por sus bienes de fortuna, ocupaba el escalafón más alto dentro de las cinco clases de la población romana. Poco a poco, este concepto hará referencia también a la idea de excelencia y prestigio. Por extensión, classicus scriptor designó en la escuela al autor que sobresalía por la belleza y corrección. Y ya en la Edad Media, escritor clásico era el maestro y modelo para los que se dedicaban a escribir. A veces, se da a la palabra un sentido literal, para designar a los autores y obras de la literatura griega y latina que han destacado por su agudeza para calar en los sentimientos y pasiones de los hombres.

Hoy día, el concepto clásico tiene un significado más amplio, pues es “clásica” una creación que puede ser actualizada por lectores de muy diferentes mentalidades. Para el escritor español Pedro Salinas (1891- 1951) “los clásicos son los escogidos por el sufragio implícito de las generaciones y de los siglos, por tribunales que nadie nombra ni a nadie obligan, en verdad, pero cuya autoridad, por venir de tan lejos y de tan arriba, se acata gustosamente”.

Leer los grandes clásicos aumenta la inteligencia emocional
Los clásicos atraen especialmente cuando entre ellos y el lector se establece una relación personal basada en el amor, y no sólo en el deber o el respeto. Por eso, es también una comprobación frecuente que un libro leído “por obligación” en la escuela sea gozosamente redescubierto en la libertad del lector más maduro. Los clásicos no son ni de ayer ni de hoy: son perennes, ya que, entre todos, han ido formando una cultura profunda que tiene como nota distintiva acertar en los

valores humanos más profundos. Provocan al lector la reflexión, no lo dejan indiferente, obras tan ricas que nunca acaban de generar comentarios y estudios sobre ellas, las que sirven de referencia generación tras generación y por su universalidad prevalecen con los años, a pesar de los distintos ritmos de vida de la Historia, aportando sabiduría popular y principios éticos al común de las personas.

¿De qué me sirve leerlos?
Los llamados autores o textos clásicos se constituyen como encrucijadas, hitos, goznes que resignifican la relación entre lo pasado y lo futuro, entre la tradición y lo novedoso. o como dice el crítico de la Universidad de Yale, Harold Bloom: en los clásicos de la literatura está la “invención de lo humano”.

Ahora, un estudio publicado en la revista Science demuestra que leer los grandes clásicos aumenta la inteligencia emocional y la habilidad social. Una buena noticia en medio de la omnipresencia de textos a 140 caracteres. Estos libros aguantan como un bastión de resistencia contra el imperio de lo efímero, contra la “era del vacío”, el pensamiento y la existencia “líquida”.

Sin las revelaciones de estos libros, sin la épica y la filosofía, no hay nada para ver “allá afuera” y tampoco hay mucho que quede adentro. Los grandes libros agudizan nuestra visión, permitiéndonos alguna sutileza en la distinción de los tipos humanos. Es un complejo conjunto de experiencias el que le permite a uno decir, “es un Tartufo” o “es un Scrooge”. Sin literatura estas observaciones no son posibles. La persona acostumbrada a “tratar” con personajes paradigmáticos tendrá sus propias interpretaciones sobre la naturaleza humana y será más sensible a los matices de la complejidad de los caracteres y temperamentos. Esto es útil en el trabajo o en el amor.

Libros esenciales y que, aunque no los hayan leído, intuyen que son esenciales. Por eso Italo Calvino (1923-1985), decía con humor que son esos libros de los cuales las personas suelen decir: “Estoy releyendo…” y nunca “Estoy leyendo”, porque saben de un modo u otro –un poco avergonzados–, que deberían haberlos leído antes.

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