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¿Qué harías si a tu hijo de 18 años, que está tomando un café en Plaza Serrano, se lo llevan preso por error a una cárcel de máxima seguridad? El robo de cuatro empanadas, el causante de una gran injusticia. Su madre contó la historia en una charla TED

Texto: María Ducós – Fotos: cortesía Charlas TED

El año 2004 fue un antes y un después en la vida de Andrea Casamento. Su hijo salía de un bar en Plaza Serrano, cuando la policía, atropelladamente, lo confundió con un ladrón de cuatro empanadas. Creyendo que Juan se estaba escapando, lo apresaron y, sin siquiera poder defenderse, se lo llevaron al penal de Ezeiza, acusándolo de “robo en poblado y en banda”.

Desesperada y sola en este mundo, de repente Andrea debía demostrar la inocencia de su hijo siendo una catequista con pocos conocimientos sobre el lenguaje jurista y los recursos penales. Se acordó que tenía un amigo abogado penalista y decidió buscar su ayuda. “A pesar de que Juan sea inocente, las cosas no son tan sencillas” fueron sus palabras. Al día siguient la esperaba en la puerta de Tribunales.

Esa mañana gastó sus zapatos recorriendo pasillos, tocando puertas, esperando que por fin todo se aclare y le devuelvan a su hijo. Pero sus intentos fueron en vano. El destino de Juan era la cárcel. Andrea no lo podía creer. Lloró, se enfureció con el abogado y pidió hablar con el juez. Al recibirla, el magistrado le aclaró los tantos: “Señora, yo no quiero marchas contra la inseguridad y tampoco quiero salir en los diarios”. El mundo se complotaba para avalar una injusticia.

Mientras trasladaban a Juan a Ezeiza, Andrea lo siguió detrás en auto. Se dio cuenta de que no sabía nada de la cárcel. Todo lo fue aprendiendo sola, escuchando a otras mujeres que estaban en su misma situación. Aprendió que está prohibido vestirse de negro, o de azul, o de gris. Que la ropa no tiene que ser ajustada y que las remeras deben tener mangas. Que hay que hacer una fila muy larga y desde muy temprano para visitar a un familiar durante media hora, una sola vez por semana al mediodía y que todas tus pertenencias serán requisadas antes de entrar. Aprendió que en la cárcel todo es arbitrario, regulado por el miedo y el humor de los carceleros.

Ante este panorama, Andrea debió dejar su trabajo, alquilar su casa y mudarse con sus dos hijos más chicos, Agustín y Belén, a lo de su mamá para tener un ingreso fijo por mes. Porque tener un familiar preso puede ser casi un trabajo de tiempo completo, sin respiro ni resto para pasar ocho horas encerrado en una oficina.

La peor angustia

Como los presos no pueden recibir llamadas, Juan le había prometido a su mamá que la contactaría todos los días a la misma hora sin falta. Era la única manera de asegurarse que su hijo seguía vivo y que no se lo había arrebatado ninguna contienda entre reclusos. Pero un viernes el teléfono nunca sonó. Con las piernas temblando, se subió al auto y se fue inmediatamente hasta el penal, pero al llegar le negaron cualquier información, cualquier pista sobre el estado de su hijo. Era más de la una y media de la tarde, los juzgados estaban cerrados, el abogado de vacaciones y Andrea, de nuevo, sin saber qué hacer.

Recordó que un vecino tenía a su hermano preso en Ezeiza. Lo fue a buscar sin dudarlo y se puso en contacto con Alejo, que cumplía una condena por robo en el mismo penal donde estaba su hijo. “Me encontré llorando desesperadamente en el teléfono frente a una persona que no conocía, pidiéndole que encontrara a mi hijo. Y por primera vez sentí alivio. Hablaba con alguien que me entendió a la primera”.

A las horas, Juan se comunicó con Andrea. Estaba en un calabozo, castigado por haber discutido con un compañero que le quiso robar las zapatillas. Era junio, estaba semi-desnudo y hacía dos días que no le daban de comer. “Mamá sacame de acá porque me mato”. Y Andrea le creyó, era la primera vez que le hablaba de esa manera. Le rogó a Alejo que lo ayudase, porque su hijo no iba a sobrevivir ahí adentro en esas condiciones.

Juan pasó ese fin de semana encerrado y luego volvió al pabellón. A partir de ese día, Alejo la llamó todas las mañanas y todas las noches. La escuchó, la acompañó y con él, Andrea aprendió a transitar la cárcel. Pero todavía faltaban dos años para que su hijo salga en libertad, y no iba  quedarse de brazos cruzados esperando. Desde ese momento, fue día por medio al juzgado para recibir la misma respuesta: que estaban colapsados, que la justicia tenía otros tiempos y que había cientos en su misma situación.

Finalmente y luego de seis meses preso, adelantaron la fecha de la audiencia, se comprobó que Juan era inocente y fue absuelto. Pasaron muchas cosas desde que Juan salió de la cárcel. Una de las más importantes fue que Andrea se casó con Alejo en el penal y sabiendo que aún le quedaban varios años para cumplir su condena. Hoy tienen un hijo, Joaquín, de doce años.

Cambio de vida

Después de haber vivido este flagelo, Andrea ya no quiso volver a trabajar en una oficina. Había visto y escuchado demasiadas cosas como para quedarse callada. Sabía que no era la única, que había cientos de familias en su misma situación y se dijo que algo debía hacer. Buscó un espacio de contención en todas las oficinas públicas sin ningún resultado.

El público, visiblemente emocionado.

Con cuatro mujeres, compañeras de largas filas, y con la ayuda de Claudia Cesaroni, una abogada muy comprometida con la causa, en el año 2008 fundó la Asociación Civil de Familiares Detenidos. Aquí, familiares y profesionales se ocupan no solamente de las personas que están presas, sino también de sus hijos y su familia. “Tenemos el enorme peso de sostenerlos vivos ahí adentro y acompañarlos cuando salen, en la difícil tarea de reincorporarse a la vida civil” relata Andrea.

La pena siempre alcanza a la familia y las mujeres siempre serán sospechosas por tener un familiar preso. “De repente nadie nos cree, tenemos que cargar con bolsos llenos de comida, entender las palabras difíciles del vocabulario judicial y seguir con la casa, con la vida, con los otros hijos”. Pero estas personas están presas, no son presas, y más tarde o más temprano volverán a la libertad y nadie los prepara para ese momento. “No se puede aprender a vivir en libertad adentro de una celda”.

“El Estado invierte mucho dinero para que no se escapen y poco o nada para que terminen la escuela primaria, para que tengan salud, para que aprendan un oficio. ¿Quién de nosotros le daría trabajo a una persona que hace diez está excluida del mundo laboral, que no sabe lo que es Internet, que no sabe usar el celular porque se lo prohibieron y que además tiene antecedentes?” se pregunta Andrea.

Pasaron muchas cosas luego de catorce años, y con Alejo a punto de cumplir su condena, Andrea mira la vida con otros ojos. Con Juan a su lado, reconoce que su desgracia le abrió las puertas a un mundo nuevo y que luego de conocer su versión más oscura, con su ONG intenta remediar años de abandono y de incomprensión.

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