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Muchos hemos perdido el don de admirarnos frente a las cosas y las personas, como en nuestra primera infancia. ¿Será posible experimentarlo de nuevo?

Texto: Francisco Bastitta

Debió ser una experiencia única cuando, recién nacidos, abrimos los ojos por primera vez. Las luces, los colores, los primeros movimientos, era todo un mundo nuevo que no salía al encuentro. Si bien puede haber habido experiencias muy diversas de esos primeros días, todos fuimos lanzados llenos de asombro a descubrir ese mundo: los rostros y las figuras, sus sonidos, aromas, sabores y texturas. Esa sorpresa inicial se siguió alimentando en nuestros primeros años con nuevos descubrimientos, que despertaron en nosotros la imaginación y la fantasía. Sin embargo, por alguna razón, en la mayor parte de los casos se fue apagando ese entusiasmo frente a la realidad. Nos fuimos contentando con explicaciones y clasificaciones racionales de cada cosa. Aislados poco o poco en nosotros mismos, abrumados por los miedos, ansiedades y preocupaciones de la vida, tendimos a distanciarnos de lo que nos rodeaba, a ser indiferentes a la rica diversidad de la naturaleza, incluso de las demás personas.

Abrir los ojos

Según los antiguos, ese asombro que hemos perdido es la puerta hacia la verdadera sabiduría. ¿Cómo fue posible que las incontables formas de belleza, los contornos de las cosas, sus detalles, sus contrastes, se convirtieran para nosotros en meros objetos, bienes, posesiones? No es un problema nuevo. Esta pregunta preocupaba mucho a uno de los primeros filósofos en la antigua grecia, Heráclito. Por su estilo críptico y oracular sus contemporáneos lo apodaron ‘el oscuro’. Sin embargo, la intención de Heráclito era sacudir sus conciencias, volver a despertarles aquella admiración ante el misterio de la realidad. No es casual que en su propia vida y en su filosofía tomara como ejemplo a los niños.

Entre sus sentencias, son muy célebres y elocuentes las que rezan: ‘Todo fluye’ y ‘Nadie se baña dos veces en un mismo río’. A continuación propongo otras tres de sus frases que quizás puedan servirnos de guía para volver al asombro. ‘Malos testigos son los ojos y los oídos para los hombres, cuando poseen almas bárbaras’. El fragmento es sin dudas enigmático. Intentemos descifrarlo. Para los griegos, orgullosos de su lengua, los pueblos bárbaros eran sencillamente todos aquellos que no hablaban griego, y que en su lugar emitían un balbuceo ininteligible: “Bar, bar…”. Según Heráclito, entonces, un alma bárbara es aquella que no entiende el lenguaje de la realidad. Ella dejó de percibir e interpretar los caracteres, el ritmo, la cadencia y el sentido que encierra cada cosa en la naturaleza y cada persona. Sus ojos y oídos son malos testigos porque miran, pero no ven; oyen, pero no entienden. La frase se aplica fácilmente a nosotros, tantas veces ajenos a lo que nos pasa, a las cosas, a los demás. ¿Será posible volver a aprender ese lenguaje que olvidamos? ¿Quién nos puede reeducar?

‘La armonía invisible es superior a la visible’. Heráclito advierte que hay un entramado más profundo y maravilloso detrás del modo en que por costumbre percibimos la realidad. Si nos quedamos sólo en la apariencia, nos perdemos el fascinante equilibrio de fuerzas y tensiones que la hacen posible. En otro fragmento dice que a la naturaleza profunda de las cosas le gusta ocultarse. Como si pícaramente jugara a las escondidas con nosotros. Nos invita a salir de nosotros mismos y arriesgar nuestras certezas y comodidades.

‘Si no se espera lo inesperado no se lo encontrará’. Esta frase sintetiza la actitud propicia para el asombro. Significa estar atentos, expectantes, receptivos. Dejar de lado los prejuicios y explicaciones. No encerrarse en lo seguro, lo premeditado y lo conocido. Para entrar en el misterio, en el dinamismo secreto de lo real, se nos llama a ser más confiados y audaces. A abrazar y agradecer lo que se nos brinda en cada instante. Los niños pueden ser nuestros grandes maestros en este asombro. También las personas con capacidades diferentes, en su frescura e inocencia. Cuando nos salgan al encuentro, dejémonos asombrar junto a ellos. Dejemos que nos señalen con el dedo lo que creíamos conocer, pero en verdad ignoramos. Hasta que logremos desenfocar la mirada, cual recién nacidos, y volver a descubrir como nuevos los matices de esta vida, que dábamos por sentados.

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