Texto: Milagros Lanusse – Ilustraciones: Aldo Tonelli – @aldotonelli

Dalia Gutmann ofrece un unipersonal en el teatro en el que despliega toda una serie de reflexiones acerca de la vida y la mente de la mujer. En su brillantez (o en la de quien la ha ayudado con el guión), describe una situación que es -bien acorde a los tiempos que corren- válida para ambos sexos, y también para casi todas las edades. Dice que cuando ella lo está pasando muy bien, se encuentra frente a la encrucijada de disfrutar realmente el momento (y punto), o compartir ese momento en las redes sociales, para que todos se enteren de lo bien que lo está pasando. En esta última alternativa, la mayoría de las veces deja de disfrutar porque sacar el celular, pensar la foto, el texto y el horario de posteo implica, seguramente, dejar la posición cómoda en la que disfrutaba del pasto y del cielo, de la pileta o del paseo, implica romper el silencio o “la magia”, interrumpir la charla o dejar enfriar el mate.

Y cuando se acercan las vacaciones el planteo se vuelve por demás relevante. Las vacaciones antes “se compartían” solamente con quienes tenían la suerte de estar con nosotros en tiempo y lugar. El resto se enteraba después o no se enteraba. Hoy todos sabemos y compartimos, envidiamos o nos alegramos de forma casi simultánea al tiempo de los hechos. Nos desdoblamos: aquí estamos en la playa, pero al mismo tiempo, nuestro disfrute se desglosa en miles de pantallas que nos ven mientras disfrutamos, y nosotros mismos viajamos hacia otros destinos que otras personas están visitando. Si el resto lo ve, creemos que es más válido el disfrute y más completo el momento; que valió la pena el viaje que hayamos hecho o el plato que hayamos cocinado; que tiene mayor incidencia sobre nuestro intelecto el libro que leímos o es más azul el mar que miramos. Todo queda “validado” por la réplica virtual en miniatura de nuestras vacaciones, representada en miles de teléfonos a la vez.

Entonces nuestra mente, nuestro ego y nuestra curiosidad nos piden también un descanso. Que a ellos también los alejemos del ruido, así como hicimos con nuestro cuerpo. Que así como elegimos recostar la cabeza sobre el sillón y apoyar los pies sobre la mesa ratona, también le demos reposo al interior, que sigue ejercitando como si estuviera a mitad de año. Que descansemos TODO. Que leamos de corrido un libro en papel. Que veamos una película entera, de las que duran más de una hora y no tienen continuación. Que charlemos en vivo con palabras sin forma ni fuente ni color, que saquemos fotos con nuestras pupilas y guardemos bien adentro lo que nos toca ver.

Volver al cuadro original. Por algo la gente hace cola en el museo del Louvre para ver la pintura de la Gioconda en persona. No importa que existan réplicas en casi todas las cuadras de casi todas las ciudades del mundo: el original es el original. Y nos cuesta quedarnos con el original, olvidamos que es el único que tiene valor real: el presente no sólo en términos temporales (la posibilidad de transmitir en vivo en Instagram o en Facebook volvió relativo incluso esta premisa), sino también corpóreos y espaciales. Estar en un solo lugar, en ese exacto momento, haciendo solamente esa cosa (o no haciendo exactamente esa nada).

Seamos testigos protegidos de nuestro propio descanso, y no nos volvamos presos de nuestro eco en todas partes. Custodiemos de cerca la consistencia real de nuestras vivencias, para no volverlas un facsímil descolorido de lo que de verdad experimentamos. Que nuestras charlas duren de verdad lo que parecen durar en las fotos que subimos, y que el aire que se ve tan limpio en los videos entre efectivamente en nuestros pulmones y en nuestra mente. Que saboreemos cada paisaje en el silencio que implican los rituales de observación, y leamos en soledad como lectores reales que no precisan contarlo. Y sobre todo, que conectemos con los que sí están compartiendo nuestras vacaciones, de forma humana, concreta y fuera de todo filtro.

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